El virus del siglo


Después de esto, el mundo será otro». Las palabras del presidente Alberto Fernández en la tarde del 22 de marzo, mientras entre calles desiertas y colectivos vacíos transcurría uno de los domingos más atípicos de la historia reciente, expresan la dimensión profunda del impacto de la epidemia de Covid-19. Cuando el mundo parece encontrarse en el umbral de una crisis cuyos alcances aún no se terminan de vislumbrar, la necesidad de quedarse en casa se vuelve un imperativo insoslayable: una responsabilidad ética y política. Es, explican médicos y funcionarios, la única manera de evitar que la mortalidad de la enfermedad se dispare, ya que la propagación descontrolada del virus provocaría el colapso del sistema de salud. Es la única manera de frenar una catástrofe que primero golpeará a los más vulnerables y después también  los que no los son, por falta de asistencia, respiradores o camas de terapia intensiva.

En apenas tres meses, el tiempo histórico se aceleró de un modo que recuerda períodos de guerras y revoluciones. Fue hace apenas tres meses, el 31 de diciembre de 2019, que las autoridades chinas alertaron a la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre la aparición, en la ciudad de Wuhan, de 27 casos de un nuevo tipo de neumonía que no era causada por los virus y bacterias conocidos. El 9 de enero de 2020, el Centro Chino para el Control y la Prevención de Enfermedades identificó a un nuevo coronavirus como el agente causante del brote. Ese mismo día ocurrió la primera muerte a causa de la enfermedad. El 13 de enero su genoma se publicó en la base de datos GenBank y se registró el primer caso fuera de China, en Tailandia. El 24 de enero, el Gobierno de Francia anunció la confirmación de dos casos, los primeros registrados en Europa. El 30 de enero, con más de 9.700 casos confirmados en China y 106.000 en otros 19 países, el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, declaró que el brote era una emergencia de salud pública de interés internacional. El virus responsable de la epidemia fue bautizado SARS-CoV-2 debido a su similitud con el que en 2003 causó una epidemia de síndrome respiratorio agudo grave (SARS), y la enfermedad se denominó Covid-19.
El 11 de marzo, tras informar que el número de casos fuera de China se había multiplicado por 13 –llegaba a 118.000–, que la cantidad de países afectados se había triplicado y que ya habían muerto 4.291 personas, la OMS anunciaba que la Covid-19 «puede considerarse una pandemia». El 23 de marzo, Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general del organismo, dirigía a los países un llamamiento urgente: «Pasaron 67 días desde que se reportó el primer caso hasta llegar a los primeros 100.000 contagiados por la enfermedad, solo 11 días para los segundos 100.000 infectados y solo cuatro para los terceros 100.000». Pedirle a la gente que se quede en casa, agregó, es una forma importante de frenar la propagación del virus y ganar tiempo, pero «para ganar necesitamos atacar al virus con tácticas agresivas y específicas: someter a prueba cada caso sospechoso, aislar y cuidar cada caso confirmado y rastrear y poner en cuarentena a cada contacto cercano».

Sin fronteras. «El SARS-CoV-2 es un virus de una familia ya conocida denominada coronavirus –explica Pablo Bonvehí, jefe de Infectología del CEMIC–. A partir de los casos de neumonía grave que se produjeron en Wuhan, investigadores chinos aislaron material genético del virus, pudieron secuenciarlo y entre el 7 y el 14 de enero esa secuencia estaba disponible en el banco de datos de virus a nivel global».
Se trata de un virus nuevo, para el que ningún ser humano posee anticuerpos ni existe vacuna o tratamiento conocido. Puede ingresar fácilmente al organismo a través de los ojos, la nariz o la boca, es capaz de permanecer activo hasta tres días en determinadas superficies y puede ser transmitido por personas con síntomas leves o asintómáticas, que ignoran que son portadoras. Todos estos factores lo vuelven altamente transmisible.
En un mundo globalizado, la expansión se volvió incontrolable. En tanto, la concentración y el hacinamiento de la población disparó la transmisión en las ciudades. En aviones, cruceros y trenes viajó entre países y continentes; de persona a persona o a través de pasamanos de autobuses y subterráneos, picaportes, botoneras de ascensores o carritos de supermercados, se diseminó a través de una dinámica de focos. «Se extendió –ilustra el infectólogo Pedro Cahn– como un incendio en una pradera».
Aunque los especialistas insisten en que resulta difícil medir las variables fundamentales de una epidemia cuando se está desarrollando, se estima que la tasa de transmisión es de entre 2 y 2,5. Esto significa que cada infectado puede transmitir el virus a entre dos y dos personas y media. En términos mátemáticos, se dice que su expansión es geométrica: la cantidad de casos crece por multiplicación, a diferencia de una progresión aritmética, que crece por la adición de una cantidad constante. Una leyenda vinculada con el ajedrez fue utilizada en estos días para ilustrar esta situación: la del sabio que pidió como retribución por su trabajo un grano de trigo que se iba multiplicando por dos en cada casilla del tablero. Así, en la casilla número 64, y contra las previsiones del sentido común, recibiría nueve trillones de granos de trigo (2 elevado a la potencia 63). Del mismo modo, si una persona infectada puede transmitir el virus a otras dos, la cantidad de infectados puede crecer muy rápidamente.

Velocidad y contexto. El desarrollo de una epidemia depende de una serie de factores cuyos valores, en el caso del Covid-19, aún no se conocen con exactitud. La tasa de transmisión es decisiva a la hora de anticipar cuál será la velocidad de propagación y la curva de crecimiento de los casos.
Para que exista una epidemia es necesario que este valor se encuentre por encima de 1, es decir, que cada infectado transmita la enfermedad a más de una persona. Un artículo de la revista The Lancet estimaba, basándose en los datos de China, que con una tasa de transmisión de 2,5, si la enfermedad quedaba librada a su propia dinámica, el 60% de la población terminaría infectada. La pregunta clave es en cuánto tiempo se concentrarán esos casos, es decir, qué forma asumirá la curva de contagios. Cuanto más agudos sean los picos de la curva –cuanto más rápidamente el virus sea transmitido a un mayor número de personas–, más catastróficas serán las consecuencias.
Del mismo modo, The Washington Post calcula que, si el número de casos continúa duplicándose al ritmo que lo está haciendo, en mayo habría cerca de 100 millones de enfermos en Estados Unidos. Como explica el infectólogo Pedro Cahn, solo el 20% de los casos de Covid-19 adopta la forma más severa y el 5% suele requerir cuidados intensivos o asistencia respiratoria mecánica. Si los cálculos del Washington Post son más o menos aproximados, esto significa que 5 millones de personas, tan solo en los Estados Unidos necesitarán cuidados intensivos. Según la American Hospital Association, el país dispone de menos de 100.000 camas de terapia intensiva. Es significa que de cada 50 estadounidenses que requieran cuidados intensivos, solo uno los obtendrá. Pero, además, si la demanda de atención por coronavirus hace colapsar el sistema, los pacientes que requerirán hospitalización por otras patologías tampoco podrán tenerla. Estos «daños colaterales» se sumarán a los muertos por la propia enfermedad. En cambio, si se toman medidas drásticas desde el comienzo, se podrá «aplanar la curva». Mediante el aislamiento social es posible llevar la tasa de transmisión a un valor inferior a 1 y hacer descender la tasa de mortalidad de la enfermedad, ya que el sistema sanitario no se encontrará colapsado. De este modo se detiene el crecimiento exponencial de los casos, la tasa de mortalidad y el «daño colateral». Al mismo tiempo, cada día que se gana se está más cerca de la posibilidad de encontrar tratamientos o vacunas.
Las simulaciones de potenciales escenarios difundidas en las últimas semanas intentan explicar mediante cálculos matemáticos lo que los epidemiólogos saben bien: que la tasa de mortalidad de cualquier enfermedad no depende solo del patógeno sino también del contexto. La medida de aislamiento obligatorio tomada en nuestro país a partir del 20 de marzo apunta a bajar al mínimo esa mortalidad a través de la reducción del ritmo de transmisión, según las estrategias exitosas implementadas en algunos países asiáticos.
La pandemia trajo consigo otros riesgos. La OMS advirtió, antes aun de declarar la situación de emergencia sanitaria, sobre una «peligrosa epidemia de información falsa» que puede convertirse en «un obstáculo para una buena respuesta que menoscabe la efectividad de las medidas», en palabras de Sylvie Briand, directora del departamento de Preparación Mundial para los Riesgos de Infección de la OMS. Ciertos tratamientos informativos, además, reavivan «la difusión de expresiones cargadas de estereotipos discriminatorios que en muchos casos devienen en situaciones de violencia hacia personas de otros países en tanto migrantes o extranjeras», tal como advierte un informe del Instituto Nacional Contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo.
El sociólogo Daniel Feierstein menciona otros dos peligros comunes en contextos de crisis. Por un lado, la negación, que surge de la dificultad para aceptar que estamos en riesgo, tiende a minimizar la amenaza y lleva a actuar tarde o no actuar. Por otro, la proyección, que conduce a tramitar la angustia convirtiéndola en odio, a buscar un otro en quien descargarla: los chinos, los italianos, los «infectados». A nivel mundial, hay ejemplos de ambas reacciones: desde la negación irresponsable del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, que calificó a la enfermedad como «una gripecita», hasta la xenofobia del presidente estadounidense Donald Trump, que se refirió a la pandemia como si fuera una invasión extranjera y a la Covid-19 como el «virus chino».
La repetición insistente de imágenes de personas que violan la cuarentena, su identificación con nombre y apellido, la adjetivación excesiva y la editorialización permanente sobre estas conductas tampoco contribuyen a la prevención y crean, en cambio, un clima de persecución en el que el cumplimiento de las medidas de aislamiento es entendido, más que como una cuestión de prevención y cooperación, como una forma de control social. De ahí al reclamo de mano dura y estado de sitio para combatir la epidemia hay apenas un paso.
Un diálogo entre la exministra de Seguridad, Patricia Bullrich, y el sociólogo Ezequiel Adamovsky en las redes sociales ilustra con claridad el problema. «Quizás los argentinos tengamos que volver a aprender un concepto perdido: el orden nos salva», dijo Bullrich sobre la necesidad de «acatar órdenes» para prevenir la pandemia. «No, Patricia –respondió Adamovsky–. Nos salva la solidaridad».
En esa disyuntiva entre miedo y cooperación, entre control y solidaridad, podría estar por definirse el sentido de algunos de los cambios que traerá consigo la pandemia.


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Pedro Cahn

«Un incendio en una pradera»


«El sistema sanitario está preparado para atajar una epidemia en la medida en que logremos que crezca lentamente», dice el destacado infectólogo, director científico de la Fundación Huésped. La importancia de aplanar la curva.


(Kala Moreno Parra)
 
¿Qué es lo más importante que habría que decir sobre el coronavirus?
–Lo primero que habría que decir es que estamos frente a un fenómeno nuevo, inusitado, y que estamos viendo sobre la marcha cómo manejarlo, que no hay que entrar en pánico, pero que es un problema serio que afecta prácticamente a toda la humanidad. Es una pandemia pero ha tenido un comienzo, tiene un presente tormentoso y necesariamente va a tener un final, esto en algún momento se va a terminar.
–¿Hay alguna estimación de cuándo se va a terminar?
–No, no podemos tener una estimación porque es una enfermedad que se contagia muy rápidamente de persona a persona, por eso las medidas que se toman de aislamiento social, de evitar el contacto, de lavado de manos frecuente, van a contribuir a que el crecimiento de los casos, que es inevitable, se haga en forma más lenta, porque la gran preocupación es esa. No es lo mismo tener 10.000 casos en diez meses que tener 10.000 casos en un mes. Si tenemos 10.000 casos en un mes, estalla cualquier sistema de salud.
–Ese es el riesgo principal...
–Sí, que el sistema de salud no esté en condiciones de atender a todos los pacientes. Y eso solo podría suceder si socialmente no somos lo suficientemente responsables como para cumplir con las medidas que nos recomienda el Ministerio de Salud.
–¿En eso consistiría el objetivo de «achatar la curva»?
–Exacto, eso sería achatar la curva. Nosotros tenemos la ventaja de que vemos lo que pasó en invierno en Italia y en España, por eso podemos llegar a tener una mejor evolución. No digo que se vaya a terminar mañana, pero puede ser mucho más benigno desde el punto de vista de la evolución.
–Achatando la curva se estaría en mejores condiciones de atender a ese pequeño porcentaje que termina con complicaciones graves.
–Exactamente. Se calcula que el 80% va a tener formas leves, que no requieren más que atención domiciliaria. Hay un 15% que va a tener una forma más severa, con neumonía, y hay un 5% que va a tener formas más graves, que pueden llegar a requerir asistencia respiratoria mecánica.
–¿Hay antecedentes de una situación como esta?
–Es la primera vez que pasa una cosa así. Ya hemos tenido otros dos brotes de coronavirus distintos, pero fueron fenómenos mucho más localizados. Esto se extendió como un incendio en una pradera.
–¿La causa es la alta tasa de transmisión que tiene el virus?
–La particularidad del virus es que es muy contagioso de persona a persona, saltó de una especie animal a la especie humana y todos los seres humanos somo susceptibles.
–¿Cómo describiría las condiciones en las que se encuentra la Argentina para enfrentar la epidemia? ¿El sistema sanitario está preparado?
–El sistema sanitario está preparado para atajar una epidemia en la medida en que nosotros logremos que crezca lentamente. Si aparecen 10.000 casos en un mes, no hay sistema en el mundo que lo pueda soportar. Nosotros tenemos un sistema estatal fuerte a pesar de todo lo que han hecho para destruirlo, estamos en ese sentido mejor que Estados Unidos, que tiene 40 millones de personas sin cobertura. Tenemos la calidad del equipo humano, que es muy alta, un alto nivel de preparación y una voluntad política muy claramente establecida desde el Gobierno nacional para confrontar esta epidemia.
–¿Está de acuerdo con la interpretación de que en Italia las consecuencias fueron tan severas por los efectos de los ajustes en el área de salud?
–No puedo dar una respuesta totalizadora de por qué Italia la pasó tan mal. Pero estoy seguro de que haber tenido un feroz ajuste en el sistema de salud y reducir en 35.000 personas el plantel sanitario no ayudó a combatir la epidemia.
–El presidente francés, Emmanuel Macron, reconoció a raíz de la pandemia que la salud pública debe quedar fuera del mercado.
–Bienvenido a bordo. Hay gente que descubre que los Reyes Magos son los padres. Bueno, acá estamos.
–¿Y en la Argentina hay una toma de conciencia de esta necesidad?
–Debería haberla. Ahora todos piden más Estado, por supuesto. Y pensá qué hubiera pasado si esto nos agarraba sin un Ministerio de Salud.
–Se suele escuchar que el coronavirus es una enfermedad más «democrática», como si la condición socioecónomica no influyera tanto en la vulnerabilidad.
–El virus que infecta al empresario y al que limpia la fábrica es el mismo. Pero toda infección, toda enfermedad infecciosa, es resultado de la interacción entre el agente productor, llámese virus, bacteria, parásito u hongo, y el huésped. Y si vos estás bien alimentado te vas a defender mejor que si estás mal alimentado. Si yo te digo «tenés que hacer aislamiento en tu casa», pero resulta que vivís en un monoambiente con seis pibes, ¿qué aislamiento vas a hacer? O te digo «lavate las manos», pero no tenés agua potable. Las epidemias afectan más a los pobres y la pobreza favorece las epidemias. Esto es más viejo que el mundo.

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