Los hijos del mercado
A los 18 meses son capaces de reconocer logos comerciales y a los dos años pueden pedir productos por su marca. A los tres, algunos ya deciden qué ropa ponerse y otros patalean en la puerta de Mc Donald’s reclamando su derecho a la cajita feliz. Apenas son capaces de mantenerse sentados (es decir, alrededor de los seis meses), son colocados en el “puesto de observación culturalmente definido: el carrito del supermercado” –según las palabras de un renombrado especialista en marketing–, y cuando aprenden a caminar, empiezan a sacar por sus propios medios los productos durante el paseo por el supermercado. De hecho, las góndolas se fueron adaptando a la mirada de los chicos: si hace diez años la altura preferida era de un metro y medio metros, hoy ha descendido a los 90 centímetros.
Mamá, papá, Coca... en las primeras palabras que pronuncia un niño en la Argentina, como en cualquier país más o menos integrado a la globalización, está ya presente el mercado. En las primeras melodías que entona hay jingles publicitarios y en las primeras imágenes que aprende a distinguir, hay objetos de consumo. En muchos casos, los chicos son consumidores antes que hijos o ciudadanos. En efecto, es habitual que en las clínicas y maternidades privadas se les entregue a las flamantes o futuras madres que quieran recibir en su hogar muestras de productos para niños, un cupón para que consignen los datos de su hijo o futuro hijo, que pasará a integrar así bases de datos y listados de potenciales clientes. De este modo, antes de ser inscripto en el Registro Civil, es decir, antes de ser reconocido por el Estado como ciudadano, el niño es reconocido como consumidor por el mercado.
El mercado está también presente, y cada vez más, en las fantasías y los deseos de los chicos. Ese territorio profundo llamado “intimidad”, como asegura el psicoanalista Juan Vasen (ver recuadro), “no alberga solamente los arroroes y mimos, los olores y las voces, los nombres y apellidos. También ha sido colonizado por las marcas”. Barbies, teletubbies, power rangers y floricientas, en firme alianza con danoninos y big macs, pueblan el paisaje imaginario de los chicos. Y las marcas son palabras centrales –casi se diría, LAS palabras centales-- del lenguaje de la infancia.
LA NUEVA MERCADOTECNIA
El niño –el niño consumidor– es uno de los más grandes y recientes descubrimientos del marketing. El responsable de tal hallazgo es, como no podría ser de otra manera, estadounidense y se llama James McNeal, un gurú de la Universidad de Texas autor, entre otros textos, de un manual de comercialización dirigida a los niños que circula como una biblia entre sus discípulos. Con concisión –y trivialidad– de aforismo, McNeal asegura, por ejemplo, que “las empresas solo tienen dos fuentes principales para obtener nuevos clientes: o son clientes que vienen de la competencia o son clientes desde la infancia”. Mc Neal ha advertido, además, que la insuperable capacidad de los niños para el capricho y el berrinche (bautizado pester factor o factor fastidio) puede ser explotado por mercaderes de toda laya, ya que los pequeñuelos terminan venciendo por cansancio y los progenitores, comprando cualquier cosa con tal de poner fin a una vergonzosa escena de llantos y pataleos en público. No solo eso: contabilizó que “los niños estadounidenses molestan a sus padres para que les compren algo un promedio de 15 veces durante cada paseo”.
En los 90, el marketing infantil, nueva rama del conocimiento universal, aterriza en la Argentina. Las revistas de negocios empiezan a explicar “cómo ganar en el mercado que más crece” y estudios de consultoras especializadas ofrecen pistas para venderles a los más pequeños. “¿No sería maravilloso saber en este momento –se pregunta, por ejemplo, la consultora Markwald, La Madrid y Asociados, responsable del estudio Kiddo’s, Latin American Kids Study– cómo influyen los niños en la compra de sus productos en Argentina, Brasil y México? ¿Y cuáles son sus marcas favoritas?”. La revista Fortuna, por su parte, informa que “el segmento sub 11 genera negocios siempre rentables en todos los bienes ofrecidos, desde golosinas hasta escolaridad”.
Pero los niños, en este caso, no son todos los niños. Como bien se encargan de aclarar, sin prejuicios políticamente correctos, las consultoras, “se excluyen del universo a investigar los niños de los segmentos de ingresos más bajos” o, lo que es lo mismo, se incluyen sólo los de los “sectores económicos más viables” (texto aclaratorio de la metodología del estudio Kiddos). Los excluidos de la muestra son la contracara del ideal consumista del que todo lo tiene. Es más: la aparición de la figura del “niño consumidor” coincide en la Argentina con otra: “Niños de la calle y los niños consumidores –asegura en un interesantísimo trabajo la pedagoga Sandra Carli– irrumplieron como figuras estereotipadas que indican, en un caso, la ausencia del Estado en el freno a los procesos de deterioro familiar y social de amplios sectores y, en el otro, la hiperpresencia del mercado, que instala productos y bienes de diverso tipo, propiciando un nuevo paisaje cultural-comercial y saturando el paisaje imaginario infantil”.
EL FILIARCADO
“La Argentina es un mercado de chicos por excelencia, mucho más que otros países latinoamericanos o europeos –asegura el publicista Máximo Rainuzzo, de la Asociación de Marketing Directo e Interactivo–. Esto es así por la proporción de la población y porque el argentino tiene una actitud muy familiar y de respeto hacia los chicos. Los niños argentinos tienen un poder de decisión en las marcas o en las actividades mucho mayor que otros chicos en otras partes del mundo”.
Sin embargo, éste parece ser un fenómeno universal. El español Miguel González, uno de los grandes especialistas de habla hispana en marketing infantil, dice que “hoy podríamos referirnos a los hogares con hijos como ‘filiarcado’ en lugar de matriarcado o patriarcado”. Se calcula que los niños influyen en más del 40 por ciento de las compras familiares y que la mayoría de los nuevos productos son incorporados en los hogares a través de los hijos, que están más pendientes de las novedades y son hipersensibles a la publicidad. A padres, por otra parte, les cuesta cada vez más decir que no y tienden a identificar el correcto cumplimiento de su función con la capacidad para satisfacer las “necesidades” de consumo de los hijos. En muchos casos, son ellos mismos los responsables de iniciar a los chicos, desde edades muy tempranas, en los rituales del consumo; al reemplazar, por ejemplo, la plaza por el shopping como paseo de fin de semana; al ofrecer juguetes, golosinas o cualquier otro bien de mercado como “recompensa” o moneda de cambio o al “ponerlos” frente al televisor antes de que sepan hablar, caminar o sentarse. Hay videos de estimulación para niños de tres meses y clases de inglés para bebés de cuatro, además de un listado interminable de productos –almohadones para amamantar; juguetes “naturales”, didácticos, artesanales, de madera, de tela, de diseño; asesoramiento para elegir colegio, para hacer dormir a los bebés, para poner límites, para tomar decisiones; libros para elegir colegio, para hacer dormir a los bebés, para poner límites, para tomar decisiones; talleres de todas las artes inventadas y por inventar y hasta un servicio para poder ver a toda hora, a través de Internet, “qué están haciendo sus hijos”-- que son presentados a los padres como requisitos obligatorios para obtener su título habilitante.
“Hay un tema importante –asegura la psicoanalista Rebeca Hillert- que es el narcisismo de los padres. Nosotros queremos que nos quieran, todos los humanos queremos que nos quieran. Si les decimos a los chicos que no, suponemos que no nos van a querer, y los chicos saben. Por eso dicen ‘si no me das, no te quiero más’, o ‘me lo das y te quiero hasta le cielo’. Es para hacernos amar que les queremos dar, para verlos contentos y ponernos contentos. Pero se trata, en última instancia, de la satisfacción de los padres: la satisfacción de darles lo mejor a los hijos, pero lo mejor para uno, para uno como padre”.
Además, el mercado, lejos de satisfacer las supuestas necesidades de los chicos, las multiplica: el consumo pide más consumo, el último juguete es rápidamente reemplazado por uno aun más nuevo y ese círculo vicioso, lejos de “hacer feliz” a un niño –como postulan los avisos de tv–, amenaza con convertirlo en un ser eternamente insatisfecho. La publicidad lo sabe, acelera la velocidad de recambio de las cosas y, por supuesto, miente. Es por eso, y porque los niños más pequeños son incapaces de comprender la finalidad de la publicidad y de diferenciarla de los programas, que muchos países –entre los cuales no se encuentra la Argentina– establecen restricciones a la publicidad para niños. En Suecia está sencillamente prohibida la publicidad dirigida a menores de 12 años y el marketing directo orientado a menores de 16. En Perú se prohibe, entre otras cosas, “afirmar que el producto anunciado está en forma inmediata al alcance de cualquier presupuesto familiar” o “insinuar sentimientos de inferioridad al menor que no consuma el producto ofrecido”.
A LA VEZ NOS EDUCA Y ENTRETIENE
La televisión es la encargada de alfabetizar a los niños en el lenguaje del mercado. Las cifras más o menos aceptadas dicen que los chicos argentinos miran entre tres y cuatro horas de televisión por día. Hay tres canales infantiles (Disney Channel, Cartoon Network y Discovery Kids) entre las diez señales más vistas del país.
Los personajes de la tele se han convertido en marcas, y el merchandising las reproduce hasta el infinito. Según cuenta la investigadora Viviana Minzi (ver recuadro) en el libro Estudios sobre comunicación y cultura, el negocio de las licencias de superhéroes y personajes televisivos mueve actualmente en todo el mundo alrededor de 130 millones de dólares al año y en la Argentina, entre 400 y 500 millones. Los juguetes, por su parte, representan un mercado de 350 millones.
Floricienta, el fenómeno 2004-2005 para el público infantil y adolescente, es un récord en todos los sentidos. El merchandising incluye la revista, el diario de Sueños, el aumuleto Luz, la vianda, el gorro, la lunchera, la vela redonda, el vestido, la soga para saltar y 192 artículos más. El más curioso y reciente son las manzanas Floricienta, producidas por la empresa Expofrut. Son iguales a cualquier otra manzana pero vienen en una bolsita de polietileno con el logo de Floricienta, llevan pegados “stickers coleccionables” y cuestan un poco más que las manzanas no Floricienta.
Si hasta la década del 80, mirar la tele tenía un tiempo y un espacio acotados (la hora de Piluso o de los dibujitos; el comedor o la cocina familiares) hoy, gracias a la difusión del cable, los límites de la actividad se desdibujan, con varios canales infantiles disponibles las 24 horas del día. La consultura Markwald-La Madrid asegura que el 42 por ciento de los hogares de los sectores “económicamente más viables” disponen de televisión en el cuarto de los hijos, y que el promedio es de 2,15 aparatos por hogar.
La tevé impregna todos los aspectos de la vida familiar y, sobre todo, irrumpe en el juego de los chicos, que no es una actividad entre otras. Por el contrario, “todas y cada una de las adquisiciones que un niño hace, las hace a través de la actividad del jugar –dice el psicoanalista Ricardo Rodulfo–. El jugar no es un capítulo, por muy importante que fuera, en el libro de la constitución subjetiva: por el contrario, es el punto por excelencia, la corriente principal de subjetivación, de ser y devenir una subjetividad”. Allí donde los chicos ensayan maneras de integrarse a la sociedad, donde despliegan sus deseos, sus conflictos y sus temores, donde se hacen sujetos, el mercado se hace presente. Cuán profundo es o será el influjo de esta presencia es una de las preguntas más difíciles de responder. ¿Es sólo que juegan con otras cosas pero en el fondo siguen siendo niños de la misma manera, o casi, que eran niños sus padres y abuelos? ¿O es acaso que el mercado ha modificado su subjetividad de un modo tan radical que obligaría a replantear no sólo la sociología sino también la psicología de la infancia?
Sin frenos del Estado, con la autoridad paterna devaluada y la escuela en crisis, el mercado avanza. Quizás la cuestión no sea tanto cuáles son los productos y valores que propone, sino qué hacen con ellos los nuevos consumidores. Es cierto que los chicos no son meros receptores pasivos, pero a la hora de recrear o cuestionar aquello que el mercado –por decirlo suavemente– les ofrece, parecen estar cada vez más solos.
Marina Garber
Juan Vasen
LA ÑATA CONTRA EL VIDRIO
Juan Vasen es psicoanalista, autor de varios libros (Post-mocositos y Fantasmas y pastillas, entre otros) dedicados a indagar qué hay de nuevo en la infancia y en los modos de tratarla e interpretarla. Vasen ha tomado nota, como pocos de sus colegas, de la influencia del mercado y el consumo en la subjetividad de los chicos. “Creo que a veces –asegura, a modo de advertencia–, en contra de las dimensiones consumistas, hay actitudes que son un tanto ascéticas, que plantean un retorno a lo natural, como si el hombre pudiera volver a una comunión con la naturaleza que en rigor, desde que es hombre, no tiene. Más que esa actitud nostálgica, lo que hay que plantear es cuál es lazo social que se produce en una sociedad”. Y el lazo social predominante hoy, agrega, es el consumo. “Los Estados no saben cómo ser naciones, las escuelas no saben cómo asumir el desafío de la formación ciudadana, porque esta formación se ve jaqueada por el cruce ciudadano-consumidor, y las familias no saben cómo constituir los hogares que antes constituían. Había una serie emblemática en los 60, Papá lo sabe todo. Antes papá era ese, el que sabía. El personaje que suplantó a Papá lo sabe todo es Homero Simpson. Es el que no sabe, el que no puede.
–¿Cómo intervienen los padres en las prácticas de consumo de sus hijos?
–Los padres no pueden poner dique al consumo en ellos mismos o, más que al consumo --cuyo límite es la billetera--, no pueden poner dique a las apetencias, a los deseos del mercado, a la sensación de infelicidad por no poder, por no tener... Es muy difícil, en una sociedad que siempre produce cosas nuevas, que fascinan, no querer... Y todo el mundo queda, de alguna manera, con la ñata contra el vidrio. Siempre hay algo nuevo, algo mejor.
--¿Es posible sustraerse a la influencia del mercado?
--Creo que lo importante es lo que los chicos puedan hacer con lo que los invade. Los juguetes, por ejemplo. Que los chicos puedan tener muñequitos, aunque sean los muñequitos hiperpromocionados por la tele y el mercado, hace que el muñequito sirva como soporte para que puedan jugar a algo más de lo que ya viene envasado. El problema es que el muñequito ya viene cargado de sentido. Una escritora para niños dice que vienen cargados de significación como un soldado que va a la guerra tan cargado de municiones que ni siquiera se puede mover.
--Vienen con un libreto...
–Si todo queda en ese nivel, el juguete juega con el chico. El juguete lo que hace es poner en marcha, en el peor de los sentidos, el maquinal, al chico, para que sea el que complemente lo que tiene que hacer el muñeco. En ese caso, es al muñeco al que le hace falta el chico para que fluya el juego preestablecido. Sin embargo, hay un nivel de azar y contingencia que favorece que el chico juegue y no solo active una programación. Ese jugar siempre tiene un borde novedoso, azaroso, creativo.
Viviana Minzi
Sin potestad de intervención
Comunicóloga, investigadora del Instituto Gino Germani de la UBA, especialista en educación y cultura, Viviana Minzi se dedica a investigar la extraordinaria expansión que ha sufrido en los últimos años el mercado de productos para niños: “Hay por un lado –asegura-- un movimiento que tiende hacia la profesionalización, con gente más formada en publicidad, estrategias específicas vinculadas con el marketing de productos para chicos y una gran inversión en publicidad. Y se ve también un cambio en la lógica: la inversión en publicidad y en merchandising, para una película por ejemplo, es muy superior a lo que costó la propia película. Además, el mercado aspira a desembarcar en todos los espacios de la vida cotidiana de los chicos. Los publicistas dicen que se manejan con el segmento infantil a modo de grupo comando. Si el pibe va al kiosco, al videoclub, si va a la escuela, encuentra lo mismo en todos lados.
–¿Cómo perciben los adultos este problema?
–Recién ahora desde la Universidad empezamos a preocuparnos por este tema, porque los estudios que había sobre niñez y consumo venían desde el lado del marketing. Los padres están desorientados, sobre todo en ciertos niveles socioeconómicos. Los más desorientados son los que tienen el dinero para comprar y no encuentran el límite. Porque para el que no tiene el dinero, el límite es la falta de dinero, y en algún punto las relaciones familiares se organizan mejor. Creo que los adultos lo vemos como una cuestión que nos excede, seamos padres o docentes. Y nos replegamos a un lugar sin ninguna potestad de intervención. Cuando la idea es intervenir, hay un gran temor a ser autoritario, una dificultad para establecer pautas y una super capacidad de los chicos para negociar, además de un conocimiento de la oferta del mercado muy profundo.
–Los padres y los maestros también están inmersos en el mercado...
Acción 939, primera quincena de octubre de 2005.
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