Solos y mal alimentados



 En la Argentina y en otros países pobres o empobrecidos, hace tiempo que los ricos dejaron de detentar el monopolio de la gordura. Si durante siglos la obesidad fue signo de opulencia, hoy la situación tiende a invertirse. Ricos flacos y gordos pobres, es, además del título de un libro de la antropóloga Patricia Aguirre, una de las consecuencias más llamativas de los cambios que están experimentando las culturas alimentarias. No es que la sociedad sea más justa, y que el reparto equitativo de los kilos sea consecuencia de un reparto más equitativo de la riqueza. Por el contrario, mientras los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, los primeros pueden acceder a patrones de consumo saludables y, si no llegan a adaptarse a los imperativos que impone el ideal del cuerpo sano y delgado, siempre está la opción de procesar en el gimnasio o eliminar en el quirófano lo que sobra.

Hubo, como en casi todo, un tiempo que fue hermoso. Éramos, si no libres de verdad, al menos más iguales que ahora. Patricia Aguirre –doctora en Antropología, investigadora del Idaes, autora de varios libros sobre alimentación y cultura– sitúa en el año 1965 a aquella edad de oro en la que los argentinos comían mejor y de un modo más uniforme. La pobreza alcanzaba solo al 5 por ciento de la población, Doña Petrona enseñaba "recetas de arte culinario" y la dieta de la gran mayoría incluía carne, lácteos, frutas, verduras y pescado. Pero la crisis, señala Aguirre, "ha partido en ‘comida de ricos’ y ‘comida de pobres’ el patrón alimentario unificado que existía hace 30 años". El proceso, que se inicia en la década del 80, se acentúa en los 90. Tras la devaluación y el resurgimiento de la inflación, los precios de los alimentos empiezan a crecer más que el resto de los bienes y servicios, y los indicadores de empleo y desigualdad siguen deteriorándose, con el consecuente empeoramiento de la situación alimentaria. Hoy, todos los sectores de ingresos medios comen de un modo distinto que hace 30 años, pero los más pobres comen menos cantidad de menos productos y variaron su consumo hacia "canastas desbalanceadas, con más hidratos de carbono, más azúcares y alimentos con menor densidad nutricional", agrega Aguirre. Su principal estrategia de consumo ha sido recurrir a los alimentos "rendidores", los que brindan la mayor sensación de saciedad al menor precio posible. Y la ecuación no resulta demasiado saludable: "Los alimentos de alto contenido de grasa –dice el nutricionista Sergio Britos en un trabajo del Centro de Estudios sobre Nutrición Infantil (Cesni)– tienen elevada densidad calórica, sabor y textura agradables, alivian rápidamente la sensación de hambre y son una fuente muy económica de energía, rasgo que comparten con los alimentos de elevada proporción de carbohidratos simples (azúcares). A valores de junio de 2005, la diferencia de costo por unidad calórica (1000 kcal.) de alimentos saludables de marcas económicas es de cuatro veces respecto de los obesogénicos (3 pesos por contra 0,75 pesos) y de cinco veces en el caso de alimentos de primera marca (5 pesos y 1 peso). Las frutas y verduras, en cambio, son casi bienes suntuarios: no llenan y son caros. En la década del 60, el nivel de consumo de estos productos era alto, equivalente al de los países del Mediterráneo. En 1965 se consumían 184 y 87 kg. de hortalizas y frutas, respectivamente, por persona y por año. Dos décadas después, el consumo había bajado a 115 y 63 (en Canadá, uno de los países de mayor consumo, es de 223 kg. por año). Pero, por supuesto, estas cantidades están desigualmente repartidas. En 1997, mientras el 20 por ciento más rico comía 74 kilos de verduras (menos papa y batata) por año, el 20 por ciento más pobre comía solo 36,7. Entre los pocos productos que los pobres comen más que los ricos están la papa y la batata (53 kg. contra 45), los cortes más grasos de carne vacuna (30 contra 27,4), las achuras y menudencias, el azúcar, la margarina y el pan fresco, donde la diferencia es notable: 64 kg. por año para los pobres contra 38,5 para los ricos. Los nuevos niños pobres "Las restricciones al acceso a los alimentos –señala Aguirre– determinan dos fenómenos simultáneos que son las caras de una misma moneda: los pobres están desnutridos porque no tienen lo suficiente para alimentarse, y son obesos porque se alimentan mal, con un desequilibrio energético importante. Así, los sectores más desprotegidos son víctimas de un hambre silencioso y encubierto". Les faltan micronutrientes esenciales como el hierro y el calcio, lo que comúnmente se conoce como "desnutrición oculta", que es mucho más grave en el caso de la población infantil. El propio ministerio de Salud daba cuenta, en 2003, de "la aparición del sobrepeso como problema de salud pública" y destacaba, sobre todo, como fenómeno que "claramente merece mayor investigación", una nueva categoría de niños con "retraso del crecimiento lineal (talla baja para la edad) y, al mismo tiempo, sobrepeso": son los nuevos niños pobres que tienen hambre, gordos y petisos. Que en la Argentina se coma mal no es solo un efecto de la crisis económica. La antropóloga Luisa Pinotti (ver recuadro) explica cómo los chicos de menores recursos, de zonas de la Patagonia, la Puna y la Quebrada de Humahuaca, se encuentran en buen estado nutricional cuando sus comunidades conservan los patrones alimentarios tradicionales y producen gran parte de los alimentos que consumen. Pero cuando el mercado interviene en forma creciente en la determinación de la dieta, en los modos de obtención de los alimentos y demás aspectos de la vida de la comunidad, aparecen problemas de salud por causas alimentarias. Eso sucede, por ejemplo, en comunidades que abandonan sus cultivos tradicionales para insertarse en algún eslabón de la industria turística –fabricando artesanías, por ejemplo, en Misiones– o que empiezan a cultivar según los requerimientos del mercado agroalimentario. En esos casos, van diluyéndose, seguramente para siempre, los saberes tradicionales sobre lo que conviene comer, sobre cómo, cuándo y con quiénes comerlo –saberes que, por lo general, como han comprobado los antropólogos en innumerables culturas, tienden a la eficiencia y, a través de mecanismos de ensayo y error de larguísimo plazo, logran algo muy cercano a la dieta más adecuada para determinadas condiciones ambientales y culturales–. No es algo muy distinto lo que sucede en las culturas urbanas, donde las recetas de la abuela y toda su sabiduría gastronómica van siendo reemplazadas por el omnipresente paquete de salchichas, u otras variantes más sofisticadas pero igualmente industrializadas. De hecho, la desestructuración de esos saberes sobre el buen comer es un fenómeno típico de las sociedades contemporáneas, a pesar de la abundante oferta gastronómica que brindan la televisión y otros medios. "Es curioso –dice el pediatra Alejandro O’Donnell, director del Cesni– que a medida que las mujeres cocinan menos, más programas culinarios hay en la TV, en la radio, en Internet. Y a veces ocurre que cuanto menos cocinan, más libros de cocina poseen", como si la TV y sus canales gourmet cumplieran la función de compensar –simbólicamente, claro–, el sabor que falta en la vida cotidiana. El antropólogo francés Claude Fischler acuñó la palabra "gastroanomia" para refererirse a la desorganización o falta de normas –o a la coexistencia de normas múltiples y contradictorias en la que se encuentra el comensal moderno, que no sabe ni cuándo ni qué ni cómo ni cuánto debería comer. En ese espacio vacante va ganando terreno el fast food, no tanto por el tipo de productos consumidos sino por los valores –o la ausencia de valores– que invisten de sentido al acto alimentario. Hay que achicar la mesa La cultura del fast food no solo es poco saludable: ha logrado en pocas décadas lo que no han podido millones de años de cultura humana, al destituir la práctica de comer con otros, que los antropólogos llaman "comensalidad". "Ningún otro animal se cuida de preparar los alimentos y a continuación se sienta en torno a una mesa acompañado de sus semejantes. Solo nosotros, los humanos, hacemos de la preparación de los alimentos un arte", dice el sacerdote y escritor Frei Betto, ex responsable del programa Hambre Cero del gobierno de Lula da Silva. El fast food, en cambio, es un rito individual, con sus cajitas individuales de hamburguesas, sus bandejas individuales y sus bebidas individuales, sus cubiertos descartables y su ritmo de producción fabril y febril. "Nuestra forma urbana, posmoderna, de comer, está formada de actos alimentarios individuales, cortos, desordenados: el picoteo, o el reino del snack", dice Aguirre. La clase media "picotea" frente a la heladera, los pobres frente a la bolsa de pan y, se podría agregar, los marginales junto a las bolsas de basura. Comer en casa, compartiendo la mesa con la familia, es la excepción más que la regla: la clase media porque come en el trabajo o en el colegio. En los más pobres, agrega Aguirre, "el comedor institucional (que repite la dieta desbalanceada de guisos y sopas) instala una comensalidad diferente de la mesa hogareña". Según un relevamiento realizado por la investigadora, en el Area Metropolitana de Buenos Aires las familias comen juntas tres veces por semana, y la comida dura un promedio de 40 minutos. Pese a estos cambios, concluye Aguirre, "todavía se registra la visión tradicional de la mesa familiar y la comida casera como nuestra forma de comer". Objetos no identificados Si el mercado ha reemplazado a las abuelas en la enseñanza del buen comer, podría decirse que los intereses de la industria agroalimentaria son el libro de Doña Petrona de los gastrónomos mercantiles. Cada vez más, lo bueno para comer es aquello que hay que vender: un buen ejemplo es la extraordinaria campaña de publicidad y prensa, simultánea a la expansión del monocultivo de la soja en la Argentina, que intentó presentar a esta oleaginosa como un producto sano, casi mágico, destinado a salvar a las masas del flagelo del hambre. Los intereses económicos han logrado convencer a la gente de principios tan absurdos como que la leche de vaca (las fórmulas maternizadas que querían imponer en el mercado los grandes laboratorios a fines de los 60), era mejor alimento, para la cría humana, que la leche materna. Del mismo modo, las multinacionales de la alimentación están globalizando la dieta, y la biodiversidad está siendo arrasada por la lógica de los mercados. "De las 42 variedades de papas cultivadas en los Andes centrales –señala Aguirre–, en el mundo solo se cultivan 5, de las 28 variedades de higos solo se cultivan tres". Además, con la estandarización y la aplicación de la genética a la agricultura, los alimentos van perdiendo sus propiedades distintivas. El sabor que, por ejemplo, tenía hace veinte años un tomate, como el característico "tomate platense", uno de los últimos varietales (no híbridos) que se produjeron en la Argentina, ha ido desvirtuándose en las variedades nuevas, híbridas, mucho más resistentes (los tomates "larga vida" que logró imponer el supermercadismo y la gran distribución) pero infinitamente menos sabrosas. El comensal moderno es ignorante por definición: ya no porque no sepa cocinar, sino porque no sabe qué come. Como los bebés y los ancianos, su modelo culinario es la papilla: el puré indiferenciado, sólido o semisólido, que representa la hamburguesa o la salchicha, donde ningún sabor o ingrediente puede identificarse. La industria alimentaria establece una distancia insalvable entre el comensal y la comida. No sabemos qué comemos: si el ente que atacamos con cuchillo y tenedor pertenece al reino animal o vegetal, si contiene además elementos minerales, aditivos químicos, si su genética ha sido diseñada en un laboratorio. El alimento es una "cosa" que, más que comerse, paladearse, disfrutarse, se incorpora rápidamente, como un mal trago. El comensal moderno se alimenta cada vez más de productos sin historia ni sentido; de objetos ajenos, insípidos, no identificados: de mercancías. Luisa Pinotti Los saberes de la gente "En nuestro país la gente sabe mucho, y lo que hay que recuperar es ese saber, que en algunas zonas no se han deformado todavía. Es clarísimo: tanto en la Patagonia como en la Puna, en la Quebrada, en Misiones, cuando los grupos quedan desarticulados por algún tipo de intromisión de la economía de mercado, se quiebra el patrón alimentario que ha coevolucionado con estos grupos", dice Luisa Pinotti, antropóloga, profesora en la escuela de Nutrición de la UBA y en la Facultad de Antropología. –¿En qué consisten esos patrones? –Si hablamos de la Patagonia, es un patrón predominantemente a base de carne y grasas, pero en el que interviene mucho la carne de caza. El piche, por ejemplo, que es una mulita vegetariana que se consumía muchísimo en la Argentina. El patrón es carne, grasa y muy pocos vegetales. Pero es adecuado para esas poblaciones. Los hidratos de carbono, no disponibles a través de otros medios, porque hay escasos vegetales, se obtienen a partir de las grasas, que no son las mismas grasas de la vaca confinada (grasas saturadas, de animales contaminados por el uso de antibióticos y anabólicos): es grasa de animal que camina. Son grasas más fluidas, más ricas en omega 3. Por eso no tienen colesterol, y los chicos están muy bien. Incluso hemos comparado a los chicos que se alimentan predominantemente con proteínas animales de oveja, caballo, piche, carne de caza, guanaco, con una tabla elaborada en Estados Unidos con población élite, que hacen deporte, que tienen una alimentación eficiente, y nuestros chicos patagónicos están mejor. –¿Qué pasa en otras regiones? –En el Norte, por ejemplo, hay una alimentación a base de vegetales, son agricultores. Pero habría que diferenciar entre dos grupos. En primer lugar, aquellos que tienen una chacra destinada al autoconsumo, a la autosubsistencia, y que tienen un tipo de alimentación muy parecida a la tradicional, con el maíz, las papitas, los guisitos... ahí los chicos están bien. Mientras que los niños cuyos padres tienen una producción orientada al mercado, fundamentalmente de verduras y de flores, que son altos consumidores de agua, están deteriorados por muchas razones. En primer lugar, por el uso de agroquímicos. El deterioro de la salud llega al extremo de internaciones por intoxicación y suicidios, porque el uso de químicos con fosforados produce depresiones. En un solo día, en la quebrada de Humahuaca, hubo nueve suicidios. Los niños y los jóvenes manejan las mochilas con los agroquímicos y las lavan en las acequias, y no hay ningún tipo de control. Además, el precio en el mercado de esos vegetales es ínfimo, y esas pocas monedas se convierten en alimento chatarra. En la Puna verificamos lo mismo. En aquellos grupos que mantienen el pastoreo de llama y oveja, y que complementan con rastrojo, que sirve además para alimentar a sus ganados, los chicos tienen una salud aun mejor, porque tienen una alimentación rica en proteínas animales. Aquellos que ya no tienen animales y sus padres trabajan en las minas de sal y de bórax, están mucho peor, y eso se nota en la estructura corporal y en la dentadura. –Las culturas más tradicionales tienen esos saberes, tienen cultivos para la autosubsistencia, pero ¿qué pasa con la gente de las grandes ciudades? –Esta misma gente, cuando migra a las ciudades, deja de disponer de esos alimentos y los sustituye por alimentos industrializados, harinas y demás refinados, y eso se puede observar no tanto en el crecimiento sino en la composición corporal. Son chicos que tienen deteriorada su masa muscular, tienen más grasa en detrimento de la masa muscular. Están gordos, pero más débiles. Con respecto a nuestros chicos de la ciudad, me parece que cualquiera de nosotros lo puede ver, en el changuito del supermercado, en el subte, en el colectivo. ¿Qué es lo que prefieren los chicos? Papas fritas, hamburguesas y pizza. No las verduras y no las frutas. Fast food, todos quieren McDonalds, y los que no pueden igual aspiran a eso, a ir a un McDonalds. En los pasillos del Hospital de Clínicas vi también el reemplazo de la leche por la Coca Cola, madres con hijos pequeños y la mamadera con Coca Cola. O reemplazar la leche por Ades, mal llamada leche de soja, que no es leche y, además es muy perjudicial antes de los seis años porque inhibe el calcio. La soja es el antialimento. Pero es lógico que la gente se alimente en función de lo que cree que está bien, que les dé a los chicos jugos a base de soja porque el paquete tecnológico que ubicó Monsanto en la Argentina (la semilla, los agroquímicos), vino acompañado de todo ese discurso. Y nosotros tenemos alimentos mucho más eficientes que la soja. Eso pasa cuando la gente se separa de su cultura, de quienes le transmitían lo que era bueno. Las abuelas fueron invalidadas como personas aptas para transmitir cómo dar de mamar a un bebé, para transmitir cómo comer y cómo cocinar.

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