Identidad de género: Ser lo que se es

Pasar de las páginas policiales a la sección política de los diarios representa un cambio radical en la forma de existencia social de cualquier grupo o persona. La comunidad transexual argentina acaba de dar ese paso. La aprobación de la ley de Identidad de Género, que permite cambiar de nombre y género a través de un trámite administrativo y establece el derecho a la salud integral –que incluye intervenciones de reasignación genital– representa el pleno acceso a la ciudadanía para un grupo que ha sufrido histórica y sistemáticamente la violación de sus derechos.. «Es como la abolición de la esclavitud; nuestra Asamblea del año XIII», se entusiasma, frente al Congreso donde se celebra esta victoria, una activista trans. Una esclavitud poco visible, que transcurría en los márgenes de la sociedad, en esas zonas negras o rojas donde todas las formas de violencia física y simbólica los tenían como objetos privilegiados.
Echadas u obligadas a huir de sus hogares entre la infancia y la adolescencia, expulsadas de los ámbitos educativos –sólo el 32% llega a completar su educación secundaria–, rechazadas en los empleos, obligadas a ejercer la prostitución como única posibilidad de supervivencia, maltratadas por el sistema de salud, ignoradas por las estadísticas, insultadas por vecinos, castigadas por la policía, convertidas, en el mejor de los casos, en objeto de consumo exótico en shows y espectáculos de TV, las personas trans se han afirmado, como nunca antes, como sujetos políticos. Y ese es un cambio más grande de lo que parece. «La sociedad no está dimensionando en sus justos términos lo que significa esta ley –dice Lohana Berkins, reconocida luchadora por los derechos de las travesti, presidenta de la Cooperativa Nadia Echazú e integrante del Frente Nacional por la Ley de Identidad de Género–. Si bien las beneficiarias directas vamos a ser nosotras, en realidad es toda la sociedad. Esta ley pone en primerísimo plano el sentido de la ciudadanía y la democracia. Para mí, el aporte más grande que hace esta ley es discutir los términos ciudadanía y democracia».


Hecho en Argentina

«Es la mejor ley del mundo», se decía y se repetía entre lágrimas, frente al Congreso, la noche del 9 de mayo, después de la votación en el Senado. Algunos legisladores y el propio Vicepresidente de la Nación, Amado Boudou, cruzaron la avenida Entre Ríos para saludar a activistas y organizaciones, principales responsables de que la Cámara Alta hubiera aprobado, por sorprendente unanimidad, una ley más avanzada que las que rigen en otros países. «Hoy es un día histórico, uno de esos días que recordaremos para toda nuestra vida. Tenemos un Estado que nos reconoce y que nos respeta», decía, en el escenario montado para celebrar la sanción, Berkins. «Estas lágrimas son el mejor maquillaje que he tenido en mi vida» agregaba, emocionada, Marlene Wayar, de Futuro Transgenérico, también integrante del Frente Nacional por la Ley de Identidad de Género. «A partir de hoy la Argentina tiene la ley de Identidad de Género más progresista del mundo. Ha sido un sueño que la comunidad trans viene acariciando desde hace muchos años», aseguraba por su parte Mauro Cabral, activista trans internacional, investigador, filósofo e integrante del Frente en el mismo escenario en el que, minutos después, la senadora santiagueña Ana María Corradi felicitaría y pediría perdón «por no haber aprobado esta ley antes». Allí estaban todas y todos. Tod*s, como prefieren nombrarse, con un asterisco que incluye todas las variantes de la diversidad que la gramática no contempla. Las más visibles por su estética claramente femenina, por sus brillos y lentejuelas, pero también los trans masculinos, con sus remeras negras y sus pelos cortos, su modo menos llamativo de ejercer el derecho a elegir y construir su propia identidad. Eran identidades diversas en cuerpos diversos, con o sin cirugías, prótesis u hormonas, transexuales, intersex, travestis, lesbianas, gays, putos peronistas, «travas del pueblo», como define, sonriente, Lohana, que no gusta de términos «extranjerizantes» ni practica la corrección política. Todos ellos, todas ellas, se resisten a ser encasillados en una nueva categoría, una presunta «identidad transexual» que consistiría en algo muy cercano a los estereotipos con que la sociedad –y sobre todo la televisión– ha disfrazado su rechazo en una especie de fascinación circense.
 La ley que acaba de aprobarse parece haber entendido eso mejor que nadie: no exige etiquetas jurídicas ni psiquiátricas para dar lugar al cambio de nombre y de sexo en los registros públicos, sino la simple solicitud de la persona interesada. «La definición del artículo 2 de la ley es entender a la identidad de género como la vivencia interna y profunda tal como cada persona la siente, que puede o no corresponder con el sexo genital, que puede o no estar en sintonía con las terapias de hormonas, que puede o no estar en relación con la necesidad de intervenirse quirúrgicamente, con la cuestión de la ropa, de la expresión corporal, de los modales –señala Emiliano Litardo, abogado del Frente Nacional por la Identidad de Género y redactor del proyecto–. En la cocina de la ley, tuvimos ese cuidado, quisimos evitar que el proyecto contuviera definiciones normativas acerca de qué es la identidad travesti, qué es la identidad transexual, e incorporar, en cambio, una definición abierta y lo suficientemente respetuosa de la expresión de género tal como las personas la pueden llevar adelante, en consonancia con los principios de Yogyakarta».

Cambio de paradigma

Los principios de Yogyakarta, que indican cómo aplicar la legislación internacional de derechos humanos a las cuestiones de orientación sexual e identidad de género, fueron redactados en 2006 en Indonesia por un grupo de reconocidos expertos en derechos humanos de todo el mundo, entre los que se encontraba el argentino Mauro Cabral. El documento insta a los Estados a adoptar «todas las medidas legislativas, administrativas y de otra índole que sean necesarias a fin de asegurar el pleno disfrute del derecho a expresar la identidad o la personalidad, incluso a través del lenguaje, la apariencia y el comportamiento, la vestimenta, las características corporales, la elección de nombre o cualquier otro medio».
La eliminación de requisitos para acceder al cambio de nombre implica un cambio profundo en la concepción de una identidad que, históricamente, había sido relegada, por los discursos médicos y jurídicos, al desván social de las patologías. En efecto, el DSM IV, manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la American Psychiatric Association y biblia del establishment psiquiátrico internacional, considera a la transexualidad como una enfermedad, el «trastorno de identidad sexual», también incluida en el CIE-10 (Clasificación Internacional de Enfermedades de la Organización Mundial de la Salud). Activistas y organizaciones trans denuncian que esta forma de entender a las identidades es «un gravísimo ejercicio de control y normalización. En casos como el del Estado español, es obligatorio el paso por una evaluación psiquiátrica en las Unidades de Identidad de Género que, en algunas ocasiones, va asociada a un control semanal de nuestra identidad de género a través de terapias de grupo y familiares y todo tipo de procesos denigrantes que vulneran nuestros derechos», tal como asegura un manifiesto de la Red Internacional por la Despatologización Trans.
 Esta era, también, la concepción dominante en la Argentina. Por un lado, la ley 18.248 obligaba a que el nombre de una persona reflejara con claridad el sexo que le había sido asignado al nacer. Por otra parte, la ley 17.132, de ejercicio de la medicina, prohibía a los médicos realizar intervenciones que modificaran «el sexo del enfermo, salvo que fueran efectuadas con posterioridad a una autorización judicial». El artículo, derogado por la reciente ley de Identidad de Género, obligaba a todos los que quisieran someterse a cirugías de reasignación genital a presentarse ante la Justicia para obtener la autorización correspondiente. Lo mismo debían hacer quienes quisieran modificar sus datos registrales.
 Marcela Romero es una de las tantas personas que, en los últimos años, presentaron recursos de amparo para obtener un DNI acorde con su identidad de género. Se define como «mujer tans» y participa de la lucha de las travestis argentinas organizadas desde sus inicios, a comienzos de la década del 90. Ha pasado por la calle y por las cárceles, por los quirófanos y los juzgados, y habla de los larguísimos diez años y las numerosas instancias judiciales por las que tuvo que atravesar hasta obtener su nuevo documento. «Son interrogatorios, psicólogos, psiquiatras, forenses, el último paso, al menos el que me tocó a mí, fue que te desnudan y te sacan fotos y eso va dentro del expediente que ve el juez. Lo psicológico es terrible, las preguntas tremendas relacionadas con tu intimidad, con tu infancia, tenés que explicarles que no pudiste acceder al colegio, que no tuviste esa oportunidad. La ley de Identidad de Género lo que va a hacer es que las compañeras puedan acceder a los derechos que tiene cualquier otro ciudadano. Porque lo que no teníamos eran opciones», cuenta.
 Romero recuerda haber sido víctima de exclusiones y violencias desde que era muy pequeña. Es que, como señala Berkins, la mayoría de las trans empieza a descubrir su identidad en la primera infancia. Contra los estereotipos que consideran a la vestimenta, el estilo y las prácticas de modificación corporal que llevan a cabo las travestis y transexuales como una cuestión frívola o superficial, las historias dan cuenta del modo en que la identidad sexual está anudada con lo más profundo de cada persona. Marlene Wayar, directora de la revista travesti El teje y destacada referente transexual, cuenta que siempre se pensó y sintió como una mujer. «Yo tenía 5 años –relata– y éramos tres amigos, Daniel, Gilda y yo. Él era claramente el hombre y nosotras éramos las nenas, y jugando al doctor me di cuenta de que mi cuerpo era igual al de él y no al de ella, lo que era loco porque en mi cabeza nosotras éramos dos nenas y él, el nene. Eso fue darse cuenta de que algo andaba mal. Y no es que me haya dado cuenta de que quería ser nena, yo siempre me había sentido nena y de lo que me di cuenta a los 5 años es de que biológicamente era varón».
 Por eso Wayar destaca la importancia de que la ley contemple los derechos de los niños y las niñas trans, al establecer la posibilidad de efectuar el trámite de rectificación del sexo y el cambio de nombre de pila de los menores de 18 años «a través de sus representantes legales y con expresa conformidad del menor, teniendo en cuenta los principios de capacidad progresiva e interés superior del niño/a». «Si hay un conflicto, por ejemplo, que el niño o adolescente quiere cambiar su nombre y los padres no, ahí sí se dirime en sede judicial. Lo que previmos es que al niño o la niña que llegue a la vía judicial se le asigne un abogado del niño, que esté asesorado por alguien que vaya a defender sus intereses y sus deseos», explica Litardo.
 Asumir la identidad transexual en sociedades que la estigmatizan y criminalizan tiene un alto costo: suele traer aparejada la pérdida de vínculos familiares y la marginación en la escuela. Es por eso que el 73,2% de las personas trans no terminó el colegio secundario y sólo el 2,3% completó estudios universitarios o terciarios, según revela Cumbia, copeteo y lágrimas, un informe nacional sobre la situación de los travestis, transexuales y trasgéneros realizado y publicado por la Asociación de Lucha por la Identidad Travesti-Transexual (ALITT). Algo similar ocurre con el empleo: «La discriminación y el desarraigo nos expulsan de la escuela y esto a su vez dificulta la búsqueda de horizontes laborales», asegura el documento. En este sentido, no debe sorprender que más del 80% de las trans menores de 42 años tenga como principal fuente de ingresos la prostitución, y que la mayoría de ellas (casi el 80%) quiera dejar esta actividad.

 Estereotipos

 «El Estado –dice Berkins– generó un estereotipo de personas que sólo se podían dedicar a la prostitución. Nosotras estábamos puestas en ese lugar siniestro. Por un lado, no se hacía cargo de nosotras y, por otro lado, a la sociedad burguesa, le decía: yo controlo. Las encarcelo, no las muestro, les pongo zonas rojas, las desaparezco en términos civiles».
 Esa combinación de exclusión y represión resultó, durante décadas, el escenario naturalizado en el que se desplegaban las historias personales de travestis y transexuales. Historias en las que, como en cualquier otra, había familias, amores, madres, hermanos, sobrinos, amigas; compras en el supermercado, visitas al dentista, paseos por el parque o viajes en colectivo. Sin embargo, muchas de las cosas que para otra persona resultan habituales, para los trans constituían una prueba dolorosa y muchas veces postergada. «¿Cuántas de nosotras vamos a una oficina pública a hacer un trámite? ¿Cuántas utilizamos el transporte público cotidianamente sin temor a ser agredidas? ¿Cuántas vamos a un parque un día soleado a tomar mate? Algunos espacios son hostiles para travestis, transexuales y transgéneros y a otros casi directamente renunciamos, al punto de olvidar que nos correspondían», asegura el libro de ALITT. Y aporta algunos datos: el 81,2% de las personas trans sufrió burlas e insultos; el 64,5%, agresiones físicas. El 74,12% fue agredido en la calle y el 54,5%, en comisarías. En tanto, el 82,7% fue detenido ilegalmente, el 57,6% fue víctima de golpes y el 50% de abuso sexual por parte de la policía.
 El 24 de octubre de 2007, el entonces ministro de Salud, Ginés González García, resolvió que todos los hospitales deberían respetar la identidad de género adoptada o autopercibida de quienes concurrieran a ser asistidos. La resolución 2.272 fue una reparación mínima tras décadas de maltrato. «Fue siempre así, desde ir a una sala y que no te atiendan o que se arremoline todo el hospital para hurgarte o exponerte en un momento de suma vulnerabilidad –relata Wayar–. Yo he tenido que acompañar al Muñiz a amigas a las que en el hospital les habían dado dos pesos para que tomaran un colectivo y la dirección de un hogar de día. Aunque estaba agonizando con HIV, las estaban mandando a la casa a morir para que no estuvieran gastando energía hospitalaria ni enfermeras ni comida ni remedios».
 Entre las 592 transexuales fallecidas a lo largo de cinco años cuyos nombres constan en el libro Cumbia, copeteo y lágrimas, la principal causa de muerte es el VIH/sida (54,7% de los casos) y en segundo lugar se encuentra el asesinato (16,6%), seguido por accidentes, suicidios, cáncer, sobredosis y ataques cardíacos. El dato más relevante, sin dudas, es la edad: el 43% murió cuando tenía entre 22 y 31 años.
No por nada Diana Sacayán, del Movimiento Antidiscriminatorio de Liberación, asegura que dedica la ley a «todas las compañeras que murieron por causas evitables. Ese pensamiento se nos cruzó esa noche, frente al Congreso, a todos los activistas». Por eso las lágrimas: por las y los que ya no están, pero también, como agrega Sacayán, porque ahora «se puede construir futuro».
 Los activistas trans saben que diversidad es una de las palabras con las que se escribirá ese futuro. Si durante mucho tiempo, la sociedad argentina sólo aceptó como ciudadanos a quienes se ajustaban al estereotipo patriarcal del varón blanco heterosexual, hoy travestis, transexuales y transgéneros están demostrando que la identidad sexual no es una decisión personal, sino también una cuestión política. Acción 1.099, primera quincena de junio de 2012.

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