Universidad pública: Crisis de identidad

¿Qué tienen en común la explosión en la Universidad de Río Cuarto donde, en diciembre de 2007, murieron seis estudiantes y docentes, con los episodios de violencia registrados tras el cierre de la sede del CBC de Merlo? ¿Qué hilo invisible une la caída de un techo sobre una alumna de Ciencias Sociales de la UBA y la firma de un convenio entre la Universidad Tecnológica Nacional y la empresa Volkswagen para la creación de una especialización en industria automotriz? ¿A qué misma lógica responde la inversión de empresas como Monsanto en sus programas de «cooperación académica» y los reiterados conflictos salariales docentes? ¿Qué relación hay entre el acortamiento de las carreras de grado y los ocho meses de conflicto que le llevó a la asamblea de la UBA elegir a su rector?

Las últimas décadas han sido escenario de grandes cambios en la educación superior, y esos cambios han afectado a todos los aspectos de la vida universitaria. Y hay causas comunes entre hechos y fenómenos aparentemente aislados, algunos trágicos, otros simplemente anecdóticos, otros profundamente arraigados en la estructura misma de la institución. El desfinanciamiento crónico, por ejemplo, ha provocado el deterioro material de muchas facultades y, al mismo tiempo, ha obligado a las universidades a buscar recursos «paraestatales». El laboratorio de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Río Cuarto que se incendió hace dos años trabajaba, precisamente, en el marco de un convenio con dos empresas multinacionales para realizar investigaciones sobre destilación de aceites para biodiesel.
Los cambios, aseguran los especialistas, son radicales. «La universidad pública a la que uno ha querido tanto, por la que tantos han luchado, se ha convertido en un lugar difícil de habitar», asegura Juana Pasquini, decana de la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la UBA entre 1986 y 1990. «La dictadura militar produjo un vaciamiento muy grande y la universidad todavía no se ha recuperado», agrega Luis Tiscornia, profesor de la Facultad de Ciencias Agrarias de la Universidad del Comahue y dirigente de la Conadu Histórica. Pablo Imen, coordinador del departamento de Educación del Centro Cultural de la Cooperación, señala que con la represión del gobierno de Onganía a las universidades nacionales –cuyo mayor símbolo fue la Noche de los Bastones Largos– comenzó el fin de «un modelo universitario que dio tres premios Nobel, con una pasión por el conocimiento que nunca se pudo repetir».
«Crisis» es, sin dudas, la palabra que mejor describe la situación. Crisis presupuestaria, de legitimidad, institucional. Crisis edilicia, de representatividad, de sentido. Para Marcela Mollis, directora del Programa de Investigaciones en Educación Superior comparada de la UBA, la crisis es, sobre todo, de identidad. «Cuando digo identidad –explica– me refiero al modelo con el cual en América latina se fue configurando la universidad pública: el modelo reformista, cuyas raíces se remontan a la Reforma de 1918. Este modelo tuvo como principales reivindicaciones la autonomía, el gobierno tripartito a través de los representantes de los claustros de profesores, estudiantes y graduados; la libertad de cátedra y las cátedras paralelas; el régimen de concursos para la designación de profesores; el ingreso irrestricto y la gratuidad de la oferta educativa».Este modelo es el que comenzó a transformarse en la década del 80 y, con mayor y definitivo impulso, en los 90.
Soplaban, en palabras del mexicano Hugo Aboites, «vientos del norte», y esos vientos traían equívocos cantos de sirenas que hablaban de modernización, calidad, evaluación, equidad. Las nuevas teorías, que resultaron atractivas para muchos especialistas, prometían superar, con la calculadora en la mano y el Banco Mundial como guía, los vicios de la vieja educación pública. A partir de un diagnóstico demoledor del estado de las universidades, comenzó una verdadera «contrarreforma universitaria», como la define el politólogo Atilio Borón en su libro Consolidando la explotación.
La ley de Educación Superior, sancionada el 7 de agosto de 1995, con la oposición de parte del movimiento estudiantil, de rectores y docentes, fue sin dudas el punto culminante del proceso. Desde entonces, para la legislación argentina, la educación superior es un servicio y no un derecho. En ninguno de los 89 artículos de la ley se menciona la palabra «gratuidad». Además, se autoriza a que cada universidad establezca sus propios regímenes de acceso y permanencia. Hoy, señala Tiscornia, «en algunas hay cupos y examen de ingreso: el caso paradigmático son las de Medicina. La mayoría de los jóvenes, en particular de las clases trabajadoras, por dificultades económicas, no tienen acceso a la universidad». De todos modos, el ya consolidado arancelamiento de los posgrados, sumado al acortamiento de las carreras de grado y la consecuente desvalorización –académica, pero también económica, con relación a las oportunidades laborales– de los títulos, es una manera de arancelar al sistema en su conjunto.

Injerencias

La Universidad es hoy menos gratuita, menos pública y también menos autónoma. En parte, debido al control que ejercen organismos como la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (Coneau), creada por la ley de Educación superior y destinada a evaluar a las universidades y validar sus títulos. Para la socióloga María Pía López, se trata de «una de las instituciones con más responsabilidad en el vaciamiento de las posibilidades críticas y las obligaciones públicas de las universidades». Organismos como éste, agrega Borón, recurren a «criterios puramente mercantiles de la evaluación del trabajo académico, un esquema contable, cuantitativo».
En tanto, programas como los incentivos docentes trasladan la evaluación del ámbito de las instituciones al de las personas. Aplicados por primera vez en 1993, los incentivos son un plus salarial que se paga en cuotas, cuyo monto se establece según una categorización a la que son sometidos los docentes e investigadores. «La compulsión para que los investigadores y docentes se acrediten o participen de las instancias que permiten la acumulación de méritos acreditables –como congresos y revistas con referato– es una de las tendencias que hicieron el panorama desolador: los recursos intelectuales del país encerrados en un mutuo mutismo», agrega López.
Los criterios de evaluación, que no son, ni en este ni en ningún caso, neutrales, y la lógica burocrática que introducen estos mecanismos, suelen desalentar, cuando no proscribir, la creatividad y el pensamiento crítico. Borón lo explica en estos términos: «En sus esfuerzos por establecer una evaluación “objetiva” del desempeño de nuestros profesores, los comités y jurados otorgan a un artículo publicado en alguna revista académica norteamericana un puntaje muy superior al asignado a un libro publicado en nuestros países. El argumento asume que allá, en Estados Unidos, se hace una ciencia social de altísima calidad». Pero esto implica, sobre todo, definir desde otras latitudes cuáles serán «los temas a ser estudiados, las teorías a ser utilizadas, las hipótesis a ser trabajadas, las metodologías a ser implementadas e incluso hasta el estilo, el lenguaje, las palabras “políticamente correctas” que deben ser empleadas en los prolijos informes y resúmenes ejecutivos resultantes de la investigación».
Pero hay también otras injerencias en la vida cotidiana de las universidades. La figura del consultor, que permite a los investigadores realizar trabajos de asesoramiento rentado a empresas privadas, arrasó con viejas y prestigiosas identidades académicas, desde el intelectual comprometido con su realidad social hasta el científico en busca de soluciones a los problemas y dolores cotidianos de sus compatriotas. «Se ha puesto de moda, sobre todo desde los 90, la idea de que el investigador debe autofinanciarse –asegura Pasquini–. La gente busca un nicho para insertarse y ahí es donde el dinero, la empresa, cooptan al investigador y le quitan la libertad para trabajar. Pero la empresa privada entra a la Universidad de muchas maneras. En la Facultad de Farmacia de la UBA todo el sistema de señalización está hecho por Roemmers o algún otro laboratorio. Entonces, ¿cómo es posible que una empresa privada ponga carteles luminosos en el ámbito donde se enseña que el medicamento es un bien social al que tiene derecho todo el mundo?».
En el campo de las ciencias sociales fue muy común, antes de la crisis de 2001, que docentes e investigadores trabajaran como consultores para organismos internacionales como el Banco Mundial o la FAO. «La figura del consultor fue muy generalizada y llevó a que la gente trabajara más en consultoría que en investigación y después presentara a su trabajo de consultoría como resultado de la investigación –explica Norma Giarracca, socióloga, investigadora del Instituto Gino Germani, ex consejera superior de la UBA–. Eso llevó a una situación en la cual la agenda de la investigación, los problemas, los conceptos, los marcaron los organismos internacionales». Después de 2001 y el desprestigio de estos organismos, la posta la tomó la empresa privada. «Hoy ya no es más el Banco Mundial sino la minera Barrick Gold, Monsanto, las corporaciones. Los convenios con el sector privado se expandieron en pocos años de un modo acelerado. Aparecieron posgrados de “agronegocios” financiados por los beneficiarios de esta expansión; los grandes sojeros y Monsanto “invierten” grandes sumas en las facultades de agronomía», agrega Giarracca.

El nuevo mercado

Hay un nuevo mercado educativo, y es internacional. Las inversiones mundiales en este rubro ascienden a más del doble que el mercado mundial del automóvil, según el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos. «Desde el inicio de la década de 1990 –agrega– los analistas financieros han llamado la atención sobre el potencial que tiene la educación para transformarse en uno de los vibrantes mercados del siglo XXI. El crecimiento del capital educativo ha sido vertiginoso y sus tasas de rentabilidad están entre las más altas. Entre 1996 y 2000, la valorización fue del 240%».
A ese mercado, cada vez más internacionalizado –se argumenta– debería integrarse la Argentina. Y en algunos aspectos ya lo ha hecho. Las reglas de la «libre competencia» reinan en el área de los posgrados, donde universidades públicas y privadas pelean por conseguir más clientes. Por otra parte, el gran crecimiento de la actividad universitaria privada –47% en los últimos diez años– ha cambiado el panorama también en las carreras de grado. «La mayoría de ellas –señala Borón– son empresas comerciales que se aprovecharon de la continua expansión de la demanda educativa y sacaron ventaja de las menguadas capacidades estatales para establecer y hacer cumplir estrictos estándares de control y regulación de la calidad de la enseñanza».
Pero, más allá de las cifras, públicas y privadas se parecen cada vez más, porque tienden a funcionar como una empresa. La Universidad, en Argentina y en toda América latina, está en camino a convertirse en «una entidad que produce no solamente para el mercado sino que produce en sí misma como mercado, como mercado de gestión universitaria, de planes de estudio, de diplomas, de formación de docentes, de evaluación de decentes y estudiantes», como explica Da Sousa Santos.
Mollis agrega que uno de los objetivos de la creación de nuevas universidades en el conurbano bonaerense en los años 90 fue, precisamente, «cambiar el modelo reformista de las universidades públicas tradicionales, transformando criterios clave de funcionamiento. Se reemplaza el tradicional gobierno universitario por un órgano de gestión, el ingreso irrestricto por uno selectivo, la gratuidad por el cobro de cuotas voluntarias. Pero también se debilita la idea de una Universidad al servicio de la construcción social y política o del entrenamiento de los líderes dirigentes para el destino nacional, que era una de las misiones de las universidades del modelo reformista. Los estudiantes quieren que les den clases, que las clases sean fáciles, y esta profesionalización, sumada a otras características, hace que el modelo reformista vaya perdiendo contenido». El perfil de egresados que forma la Universidad también ha cambiado. «No es lo mismo un arquitecto que construye barrios cerrados que uno que diseña viviendas populares, no es lo mismo que alguien estudie medicina para curar a los pobres o que lo haga con el único sueño de tener su consultorio privado. El perfil profesional en los 90 se orientó fuertemente a lo privado», señala Imen.
De la idea democrática de la Universidad como comunidad, que se gobierna, se pasa a la Universidad como empresa, que se gestiona. ¿Cómo se logró, en la práctica, esta transformación? Entre otras medidas, se fomentó, desde la Secretaría de Gestión Universitaria, la creación de posgrados para formar profesionales que compartieran esta orientación. Pero el cambio se montó, además, sobre el desprestigio y el deterioro de muchos de los mecanismos reformistas y democráticos previstos para el gobierno universitario.
En la abrumadora mayoría de las universidades nacionales –la del Comahue, observa Tiscornia, es la única excepción–, sólo votan, para elegir autoridades, los docentes concursados. El hecho de que en la UBA falte sustanciar entre un 30% y un 70% de los concursos es atribuido, por no pocos protagonistas, a mecanismos políticos clientelares, «con el fin de evitar que haya una mayor cantidad de votantes en la elección de autoridades», tal como explica Mollis. Y, en muchos casos, esta lógica se reproduce en los concursos. La elección de los jurados, señala Borón, «se realiza de manera bastante arbitraria por parte de los Consejos Directivos de las facultades involucradas; además, requiere la aprobación definitiva por parte del consejo Superior de la Universidad. Aunque ya hay una importante representación de los estudiantes en estos cuerpos de gobierno, el hecho es que en ellos el peso de los profesores establecidos (“titularizados”) y de las autoridades administrativas es abrumador. El problema es que estos profesores, oficialmente designados y con contratos formales, son una minoría en el claustro docente y no siempre están dispuestos a promover o defender las libertades académicas cuando lo que está en juego es su posición política, sus privilegios o sus pequeñas esferas de influencia». Si el objetivo del concurso es elegir al que más sabe y al que mejor puede enseñar, «hoy, la ciudadanía universitaria (esto es, el derecho a voto) y los concursos están interpelados por una lógica clientelar corporativa y en algunos casos partidaria ajena al espíritu de la reforma Universitaria, que habrá que volver a considerar», dice Mollis.
Para Giarracca, se trata de «un fenómeno propio de la UBA, pero también de otras universidades nacionales. En la UBA se dio fuertemente a partir de Shuberoff, (rector entre 1985 y 2002) y gran parte del movimiento estudiantil reprodujo estas prácticas. Tras la crisis de los partidos, los grupos dejan de ser partidarios y empiezan a girar alrededor de una o dos personas, lo que sociológicamente llamamos facciones. En ese escenario, las autoridades pierden totalmente legitimidad. Y ahí es cuando el rector de la UBA, que asume en medio de una batahola tremenda, debe recurrir a la policía para desalojar a los estudiantes que tomaron el rectorado. Un rector sin legitimidad que rompe la tradición de la autonomía universitaria de no dejar entrar a la policía».
De este modo, las políticas neoliberales no fueron las únicas responsables de la actual crisis de la universidad. «Yo no quisiera eximir de la responsabilidad a los propios actores universitarios que, en muchos casos, hicieron propias las reglas de competencia, de mercantilismo. Hoy hay una práctica de camarillas, de competencia salvaje, de canibalismo, muy típica del mercado, que se ha instalado en la institución universitaria», señala Imen.
En materia de políticas universitarias, no hubo, después de aquellas reformas, ningún cambio sustantivo que reorientara el sistema de educación superior hacia otros rumbos y objetivos. Aunque en el discurso de inauguración de las sesiones ordinarias del Congreso del año 2008, la presidenta Cristina Fernández aseguró que la sanción de una nueva ley de Educación Superior es «un viejo compromiso que tienen las instituciones en la Argentina», la ley (ver recuadro) aún no ha sido tratada y la herencia de los años neoliberales sigue casi intacta. Para López, «estas reformas, que fueron cuestionadas en los 90 y fueron objeto de resistencias diversas, hoy son festejadas y toleradas. En ese sentido, es grave que no esté en discusión ya el papel de la Coneau».
¿Son compatibles la tradición de una universidad reformista, comprometida con los problemas sociales, políticamente activa, sensible al sufrimiento de los otros, con las formas de gestión propias de una empresa privada? ¿Se puede producir conocimiento crítico en un ámbito regido por la burocracia de las planillas y los puntajes? ¿En posible gobernar democráticamente a instituciones en las que se impone la lógica de las facciones y las prebendas? Si la respuesta es no –y es muy probable que lo sea– en los claustros conviven hoy al menos dos proyectos antagónicos. Del resultado de esa contradicción dependerá que la Universidad no vuelva a ser, como advertían los estudiantes de 1918, «el refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, el lugar en donde todas las formas de tiranizar y de insensibilizar hallan la cátedra que las dicte».


Pablo Domenichini
La voz de la FUA



«Como representantes de los estudiantes, no vemos que haya una voluntad real de debatir una nueva Ley de Educación superior», asegura Pablo Domenichini, estudiante de Ingeniería Industrial en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, militante de Franja Morada y presidente de la Federación Universitaria Argentina. «La ley de Educación Superior, sancionada en 1995, ya lleva más de diez años de aplicación, y estamos pidiendo continuamente que se abra una discusión amplia y real sobre lo que debería ser el marco normativo de las universidades. Lo que no vemos es la voluntad real del Ejecutivo, desde su mayoría legislativa, de discutir esta normativa. Por un lado nos preocupa que todo el mundo diga que la actual Ley de Educación Superior debe ser derogada, pero en lo político real nadie lo trabaja ni lo concreta», agrega Domenichini.

Sobre la situación de las universidades, considera que «siguen faltando políticas estratégicas de mediano y largo plazo. No creemos que la situación haya cambiado demasiado; de hecho la muestra más clara es que después de todo el gobierno de Néstor Kichner y un año y medio del de Cristina, la Ley del menemismo sigue vigente. Y, por sobre todo, continúa como símbolo de la incursión neoliberal en las universidades argentinas. Sí reconocemos algunos avances; es verdad que el presupuesto destinado a las universidades nacionales ha crecido en estos últimos años, pero la mayoría de esos recursos fueron destinados al aumento de la masa salarial debido a la inflación y la necesidad de aumentar los sueldos».

Acción 1.022, segunda quincena de marzo de 2009.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Vito Dumas: La leyenda del innombrable

Saber quién manda

Los hijos del mercado