Mediatizados


Los medios no solo informan, también diseñan el mundo en el que vivimos. La lógica televisiva, su tendencia a banalizar el universo, se impone en la radio, en los diarios y en toda la sociedad. La eficaz ideología del mercado.

¿Qué ha cambiado más en las últimas cuatro décadas: el mundo o las maneras de mirarlo? La pregunta quizás encierre una trampa, porque en tiempos de hiperinformación, vidas mediáticas y televidentes compulsivos, no parece haber mucha diferencia entre una cosa y la otra. Para una gran mayoría de los habitantes de las grandes ciudades, no hay más mundo que el que registra la mirada, y no hay máquinas de mirar más poderosas y universales que los medios de comunicación. Hablar del modo en que los medios influyen en la sociedad se vuelve, así, casi una tautología, porque los medios, sin no son la sociedad, al menos representan y difunden, absorben y, en un perfecto proceso de retroalimentación, ponen en circulación, la versión de sociedad aceptada por las mayorías, la que vive y se reproduce en el llamado sentido común, la que comparten los millones de personas que todos los días, puntualmente, encienden el televisor para confirmar, en el noticiero de la noche, lo que ya sabían: que hace frío o calor, que hay crímenes y “caos vehicular”, que la calle es peligrosa, que así no se puede vivir.


Los medios, la comunicación, están en todas partes. Hay canales que transmiten noticias las 24 horas, sitios web de información y entretenimiento, flashes en las pantallas de las estaciones de subte y en los celulares. Si, en esta materia, algo cambió en las últimas décadas, es esa permanente presencia de los medios en la vida cotidiana. Cuando el primer número de Acción salía a la luz, a mediados de los 60, informarse era una acción más consciente, acotada en el tiempo, restringida a un lugar. Exigía cierto esfuerzo e implicaba un acto de voluntad: comprar el diario, sentarse a leer. Hoy, mil números después, los medios impregnan la vida de la gente por acción u omisión: está ahí, en el aire.
Como lo demuestra el descenso de la circulación de la prensa diaria en todo el mundo, cada vez se lee menos: durante la década del 60, en el mercado argentino aparecían cada año nuevos semanarios de actualidad política que vendían varios centenares de miles de ejemplares por semana -en 1966, la revista Así alcanzaba, en sus tres ediciones semanales, un millón y medio-. Hoy ninguna publicación del género sobrepasa los 60 mil.
“El estancamiento o descenso de la circulación de la prensa diaria, que en parte es atribuible a la competencia de los otros medios en el mercado informativo, da cuenta más bien de alteraciones en los viejos hábitos de lectura así como en las formas de organización, adquisición y circulación de la información y el conocimiento”, dicen los semiólogos Héctor Schmucler y Patricia Terrero, para quienes la llamada civilización de la imagen es, en gran parte, producto de “un mundo sin tiempo para el discurrir sorprendente, para el no-hacer”.
¿Quién tendría hoy tiempo para leer las páginas enteras de La Nación o La Razón que reproducían textualmente largos debates parlamentarios? Y, sobre todo, ¿quién tendría interés en hacerlo? Esas páginas son hoy piezas de museo, reliquias de un tiempo en que los ciudadanos se informaban fundamentalmente a través de los diarios y en el que los diarios, y la palabra impresa en general, se presentaban y eran percibidos como escenarios del debate y herramientas del ejercicio de la razón.
La aparición de la radio primero, y de la televisión después, representó sin dudas una competencia importante, pero aún así reinó entre los medios cierta pacífica “división del trabajo informativo”, además de una clara distinción de lenguajes, estilos y géneros. Cambios tecnológicos y sociales han ido diluyendo estas diferencias y terminaron consagrando a la televisión, por cobertura, influencia y negocios, como reina indiscutida del mapa de la comunicación.
“Cada año -señalan los especialistas Guillermo Mastrini y Martín Becerra- un ciudadano latinoamericano, en promedio, compra menos de un libro, asiste menos de una vez a una sala cinematográfica y compra un diario sólo en diez ocasiones. La conexión a Internet no alcanza al 10% de la población. En cambio, el ciudadano latinoamericano accede cotidianamente a los servicios de la televisión abierta y la radio”. Ver televisión es la actividad preferida por los argentinos en su tiempo libre: la elige un 87%, frente al 66% que dice leer y el 23% que navega por Internet, según un relevamiento de la secretaría de Medios de Comunicación. En tanto, cualquier noticiero de televisión congrega cada noche a mucha más gente que los lectores a los que llega el diario más vendido.

La patria meteorológica

Hoy los medios “están cerca” y ofrecen cada vez más recursos para solucionar problemas cotidianos. En la televisión, la radio y los diarios argentinos, por ejemplo, se habla cada vez más del tiempo. Los pormenores de una lluvia, los altibajos del termómetro, los infortunios del ciudadano acalorado se convierten en noticias dignas de ocupar la primera plana de los matutinos nacionales, mientras muchas radios, como ya lo han hecho los noticieros de televisión, han incorporado al “meteorólogo fijo”, que va relatando durante el transcurso del programa las variaciones de las condiciones climáticas.
Si los medios hablan cada vez más del tiempo no es solo porque intentan brindar servicios útiles. Es también debido a una “fuerza de banalización” –en palabras del sociólogo francés Pierre Bourdieu- que tiende a despolitizar y simplificar el mundo, no con el objetivo -al menos, no deliberado- de idiotizar a las masas, de manipular a los individuos para obligarlos a aceptar tales o cuales posiciones o ideologías, sino con el simple propósito que guía a todo negocio: vender más. “Es una ley que se conoce a la perfección –asegura Bourdieu en su libro Sobre la televisión-: cuanto más amplio es el público que un medio de comunicación pretende alcanzar, más ha de limar sus asperezas, más ha de evitar todo lo que pueda dividir, excluir, más ha de intentar no “escandalizar a nadie”, como se suele decir, no plantear jamás problemas o plantear sólo problemas sin trascendencia. En la vida cotidiana se habla mucho del sol y de la lluvia porque se trata de un problema respecto al cual se tiene la seguridad de que no va a originar roces. Cuanto más extiende su difusión un periódico -o, podría agregarse, cualquier otro medio de comunicación-, más se orienta hacia los temas para todos los gustos que no plantean problemas”. Sus conductores se han convertido, sin tener que esforzarse demasiado, en “solapados directores espirituales, portavoces de una moral típicamente pequeñoburguesa, que dicen 'lo que hay que pensar' de lo que ellos llaman 'los problemas de la sociedad', la delincuencia en los barrios periféricos o la violencia en la escuela”.
El noticiero o telediario, modelo universal que se repite, con ligeras variaciones, en todos los países del mundo, es el mejor ejemplo de esta tendencia. Reducir la información a la anécdota, dramatizar y musicalizar las noticias, como si se tratara de relatos de ficción o fábulas con moraleja, convertir los conflictos sociales en historias individuales, desgajadas del contexto y de la historia, reemplazar los argumentos por eslóganes y el análisis por el estereotipo son algunas de las operaciones típicas de este formato, que se convierte así, según Bourdieu, en “un extraño producto que conviene a todo el mundo, que confirma cosas ya sabidas y, sobre todo, que deja intactas las estructuras mentales”. La retórica de las noticias apela a la indignación y a los sentimientos más que a la razón y postula el “qué barbaridad” como único juicio y comentario posible, como punto de partida y, al mismo tiempo, límite de todo pensamiento crítico.
“Es el rating, estúpido”, podría plantearle cualquier gerente de programación a quien pretendiera cuestionar estas prácticas televisivas. Y lo mismo les podría responder a quienes suelen acusar a lo medios de “manipular” a sus audiencias con mentiras, conspiraciones y entretenimiento pasatista. Es cierto que a veces los medios mienten, que omiten información o a la tergiversan, en función de sus intereses o los de sus socios, auspiciantes y aliados. Pero quizás su mayor poder resida en las verdades no dichas, en los supuestos que subyacen al discurso televisivo, en todo lo que se da por sentado, que se sabe sin saber. Los medios le ofrecen a la audiencia un mapa para moverse en el mundo cotidiano, que indica cuáles son las zonas peligrosas y cuáles las confiables, quiénes son los amigos y quiénes los enemigos. Trazan, en la sociedad, sus propias fronteras: los buenos y los malos, los delincuentes y la policía, lo lindo y lo feo, lo blanco y lo negro, la “gente” y los piqueteros. Pero junto con el mapa, venden el mundo mismo. Así, la realidad en la que creen las audiencias siempre termina coincidiendo con el mapa que les proporcionan los medios, porque el mapa y el mundo son la misma cosa, están hechos con el mismo molde, responden a una misma matriz.

Convergencias

Que la radio es la hermana menor del gran negocio mediático lo demuestran las cifras de facturación y el avance de la lógica televisiva en los espacios radiofónicos. Del mismo modo que la llamada “convergencia tecnológica” ha borrado las diferencias materiales entre los distintos sistemas de signos, traduciendo la voz, la palabra escrita y la imagen al lenguaje común de los bytes, la convergencia cultural en torno al mercado va borrando también las diferencias de lenguaje, estilo y temáticas. El periodista Carlos Ulanovsky, en su libro Siempre los escucho, habla de “radio televisión-dependiente” para describir este proceso. “Ahora, en la radio, no basta con los chismes del ambiente televisivo o con exponer los ratings del día anterior. También se reproducen generosamente audios con los grandes momentos de cada jornada televisiva, un recurso antirradial por excelencia”.
Por las AM y FM de cada conglomerado multimedia que es también propietario de un canal de aire se difunden las promociones de los programas de TV del grupo. Y en los estudios, los monitores sintonizados en los canales de noticias distribuyen su “agenda” a los programas periodísticos de la radio.
El colonialismo televisivo impone no solo determinados temas sino también un lenguaje, un ritmo, unos formatos y una visión de lo que es la información. Los tiempos breves, la primacía de la imagen, el desprecio por lo complejo, van ganando terreno también en la prensa gráfica. Los diarios se “modernizan”, resignan texto, agrandan fotos, simplifican y homogeneizan su lenguaje. Cada vez más atentos a los consejos de consultoras y asesores de marketing, reemplazan la idea de lector por la de cliente y hacen de los hipotéticos deseos del supuesto cliente, un nuevo dogma. Pero en los márgenes de las tendencias dominantes, a pesar de los imperativos mercantiles y de las recetas de los predicadores del marketing, resisten y florecen otras opciones. “En la actualidad –señala Bourdieu-, los periodistas de la prensa escrita se encuentran ante la siguiente alternativa: ¿hay que seguir la dirección del modelo dominante y hacer unos periódicos que sean casi como periódicos de televisión, o hay que optar por una estrategia de diferenciación? ¿Hay que entrar en la competencia, con el consiguiente peligro de perder en ambos frentes, o acentuar la diferencia?”. Las respuestas no dependen sólo de cuestiones económicas, sino también éticas y, sobre todo, políticas.
Acción 1.000, Segunda quincena de abril de 2008.

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