Enfermedades a medida


Una pastilla para cada enfermedad y una enfermedad para cada persona: tal podría el lema del floreciente “mercado del malestar”, que amenaza con convertir a las sociedades más o menos desarrolladas en una especie de paraíso del hipocondríaco, donde cualquier estado o proceso –desde la calvicie hasta la ansiedad, pasando por el embarazo, la tristeza, la menopausia, la vejez o la baja estatura– es susceptible de ser tratado como un problema médico. Intereses económicos en juego en la invención de nuevas dolencias.

 

 

Woody Allen puede estar contento: las sociedades de principios del siglo XXI se encaminan, según numerosos indicios y opiniones, a una especie de paraíso del hipocondríaco, donde cualquier ser humano puede encontrar, en el extenso catálogo de patologías disponibles, el cuadro que se ajuste a su personalidad o a su síntomas. Día a día surgen nuevos nombres para enfermedades que antes no lo eran, y viejos dolores humanos se convierten en síndromes, déficits y trastornos gracias a una nueva –¿más científica?– manera de mirarlos.

Una persona triste no es más una persona triste sino alguien que presenta un déficit en los niveles de serotonina. En tanto, quienes necesitan mover sus extremidades con frecuencia pertenecen al grupo de aquejados por el “síndrome de piernas inquietas”. Señoras y señoritas particularmente susceptibles a los cambios hormonales de su ciclo ya no necesitan recurrir a eufemismos para explicar que están en “esos días”: hoy pueden esgrimir un convincente “trastorno disfórico premenstrual”, recientemente incluido en los manuales diagnósticos. Muchos de los que antes eran simplemente tímidos hoy son fóbicos sociales y los niños aburridos o demasiado inquietos sufren del trastorno por déficit de atención. Según la nueva nomenclatura de los estados patológicos, todos podríamos llegar a estar enfermos: de tristeza o de soledad, de ansiedad o de vejez, de aburrimiento o de embarazo, de infelicidad o de calvicie. Y la vida entera de un individuo puede ser considerada a partir del multipropósito par de opuestos salud-enfermedad: desde el íntimo territorio de la sexualidad hasta fenómenos sociales como el delito o la violencia.
La revista British Medical Journal habla de “no-enfermedades” para referirse a las cuestiones (problemas, procesos, condiciones) que suelen ser definidas desde criterios médicos, pero que podrían ser mejor entendidos y solucionados si fueran abordados de otra manera. Entre los ejemplos de “no enfermedades” que surgen de una encuesta realizada en abril de 2002 entre los lectores de la publicación británica figuran el envejecimiento, el aburrimiento, las bolsas bajo los ojos, la calvicie, las canas, la celulitis, la fealdad, el nacimiento, la resaca, la preocupación por el tamaño del pene, el embarazo y la soledad.

Santo remedio
“Mi sueño es hacer medicamentos para la gente sana”. La frase, profética, clara y quizás algo cándida, fue pronunciada en 1978 a la revista Fortune por Henry Gadsden, entonces director de la compañía farmacéutica Merck, A punto de jubilarse, Gadsden lamentaba que el mercado potencial de la empresa estuviera limitado a las personas enfermas, y soñaba con que su compañía fuera similar a la fábrica de chicles Wrigley's: que pudiera venderle a todo el mundo. Citadas profusamente por periodistas y militantes antimercado, las declaraciones de Gadsden se convirtieron en una especie de confesión de parte. “Treinta años después –señalan los investigadores Ray Moynihan (australiano) y Alan Cassels (canadiense)– el sueño se hizo realidad”. En un libro de título más que elocuente –Selling sickness, traducido al español como Medicamentos que nos enferman– dicen que este sueño, además, se convirtió en el motor de una imparable maquinaria comercial manejada por las industrias más rentables del planeta”.
En el prólogo, Moynihan y Cassels aseguran que la idea de que las compañías farmacéuticas, junto con otros actores del mercado de la salud, ayudan a crear nuevas enfermedades, puede sonar extraño para la gente común , pero resulta algo absolutamente familiar para quienes trabajan en el sector. Y citan un informe de la consultora Reuters Business Insight diseñado para ejecutivos de la industria, donde se asegura que la habilidad para crear nuevos mercados de la enfermedad está generando ganancias multimillonarias. Una de las principales estrategias, dice el informe, es intervenir sobre el sentido común, convirtiendo a “procesos naturales” en condiciones médicas. Hay que convencer a las personas de que “problemas que previamente habían aceptado como un mero inconveniente, son merecedoras de intervención medica”.
Según Moynihan, el ejemplo más reciente en materia de invención de enfermedades es la llamada “disfunción sexual femenina”. En un artículo publicado en el British Medical Journal de enero de 2003, señala que, tentadas por la posibilidad de obtener ganancias similares a que les prodigó la comercialización del Viagra, los gigantes de los medicamentos apuntan ahora a un nuevo blanco: “las mujeres descontentas con su vida sexual”. El mecanismo es más o menos el mismo en todos los casos: en congresos que cuentan con amplio financiamiento de compañías farmacéuticas, profesionales que también mantienen estrechos lazos con la industria presentan una nueva definición de enfermedad a sus colegas, a la comunidad en general y, sobre todo, a los medios de comunicación (que se encargarán de difundirla entre los potenciales nuevos “enfermos”).
En Estados Unidos fue notable el éxito que logró la promoción del llamado “síndrome de ansiedad social”, del que se empezó a hablar a fines de la década del 90. Se trata, según el folleto de un laboratorio, de “una enfermedad real y muy frecuente, que puede tener serias consecuencias en quien la padece. El elemento clave del TAS es la ansiedad y temor extremos, causados por la posibilidad de ser juzgado por los demás o comportarse en una forma que podría ser vergonzante o ridícula”. La campaña de marketing comenzó en 1999: durante ese año, hubo más de mil millones de menciones a la nueva enfermedad en los medios de comunicación estadounidenses. Expertos y asociaciones de pacientes daban a conocer los síntomas de esta verdadera epidemia (se aseguraba que afectaba a 33 millones de personas) cuyas causas consistirían en “una combinación de factores biológicos y circunstancias de la vida”. Afortunadamente, justo a tiempo apareció el antidepresivo Paxil (cuyo principio activo es la paroxetina), “el único medicamento aprobado por la FDA para el tratamiento de la ansiedad social”, según se promocionaba.

La era del soma
Seguramente, Aldous Huxley, uno de los autores más citados a la hora de imaginar futuros –o describir presentes– oscuros, en los que la medicina y la biología funcionan como instrumentos de control social, podría sonreír frente al notable incremento del uso de psicofármacos para aliviar síntomas leves o tratar estados que, aunque implican cierto grado de sufrimiento, forman parte de los altibajos emocionales propios de la vida. En nuestro país, según el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, la venta de ansiolíticos y antidepresivos sigue siendo la de mayor facturación. Una investigación publicada el año pasado en la Revista Argentina de Psiquiatría revela que el 15 por ciento de los porteños consume psicofármacos, cifra que supera el 3,5 por ciento del Reino Unido, el 5,5 por ciento de Estados Unidos, el 6,4 por ciento de Europa o el 7,2 por ciento de Canadá.
Las pastillas se han convertido en un recurso para lidiar con problemas cuya solución o tratamiento resulta doloroso, difícil o exige tiempo, en una sociedad acostumbrada a la satisfacción inmediata y el fast-food. Ha descendido el umbral de tolerancia de las personas comunes –señala la psicoanalista francesa Elizabeth Roudinesco– a “los sufrimientos inevitables habituales, a las dificultades y pruebas de la existencia”. En este contexto, los medicamentos ya no se usan solo para curar enfermedades. Hoy, advierte el filósofo y bioeticista Carl Elliott, “se recurre a ellos para lograr la felicidad”. Sin dudas, el Prozac, conocido, precisamente, como “la píldora de la felicidad”, inauguró en los años 80 una línea en la que se inscribirían después el Viagra y la paroxetina –rebautizada por las mentes brillantes del marketing como “píldora de la timidez”–, entre otros fármacos. La –hasta ahora– última etapa de esta carrera por disponer de un cuerpo y un alma a medida es la llamada “píldora antimenstruación”, aprobada el 22 de mayo de este año. Se trata del anticonceptivo Lybrel, que, mediante su administración durante los 365 días del año, sirve para eliminar completamente el período menstrual
El argumento central de quienes defienden el uso de medicamentos (sobre todo psicofármacos) entre gente sana es que evitan el sufrimiento y ayudan a superar dificultades. Entre ellos está el psiquiatra Peter Kramer, autor del libro Escuchando al Prozac. “¿Cuál es la verdadera personalidad de un individuo –se pregunta Kramer–, la que tiene cuando no está medicado o la que logra cuando, con pastillas, su neurotransmisión mejora? ¿Por qué es éticamente tolerable la cirugía plástica para los que no están contentos con su cuerpo y no va ser comprensible el que alguien consiga, con un fármaco, adaptarse mejor a la vida diaria y ser, por tanto, más feliz?”.
Quizás no haya tanta distancia como parece entre la utilización light de estos fármacos para “adaptarse mejor a la vida diaria” y su uso para acallar un malestar que es consecuencia directa de causas sociales: situaciones de subordinación, violencia familiar, distintas versiones de la injusticia. Uso o prescripción que han criticado autoras feministas como Mabel Burín, especialista en género y salud mental, quien asegura que “los síntomas de ansiedad, tristeza, tensión, enojo, que expresan mujeres hacia sus condiciones de vida se han vuelto cada vez más medicalizados en nuestra cultura: han obtenido el status de ‘enfermedad’. Lo que resulta llamativo es cómo las mujeres mismas han internalizado el estereotipo de su fragilidad y vulnerabilidad, de su inadecuación, y de la idea de que deberían acudir al médico en busca de ayuda cuando esto sucede. Y aunque oscuramente perciben que los psicofármacos no constituyen ninguna solución a sus problemas, parecería que no pueden más que someterse a esa prescripción”.
También los niños están siendo cada vez más medicados con psicofármacos debido al sobrediagnóstico de una patología relativamente nueva –y sumamente cuestionada–: el trastorno por déficit de atención, un rótulo con el cual, según señala el pediatra Mario Brotsky, “se han empaquetado y se está medicando indiscriminadamente con un psicofármaco peligroso a muchos chicos que no prestan atención y son inquietos en clase”.
Mujeres angustiadas por su situación, chicos destatentos y desatendidos; trabajadores estresados por exigencia desmedidas; gente deprimida por la falta de trabajo: en ese territorio de frontera entre lo subjetivo y lo social, el intento por reducir el sufrimiento humano a categorías médico-biológicas puede servir, entre otras cosas, para silenciar los gritos con que algunos individuos denuncian, a veces sin saberlo, y a costa de mucho sufrimiento, que algo anda mal cerca de ellos.


Luis Hornstein
Pastillas para no pensar

–¿Podría decirse que hay en nuestras sociedades una tendencia a considerar al ser humano como un ser exclusivamente biológico?
–Hay una tendencia reduccionista que puede provenir tanto de la biología como de la psicología o la sociología. El verdadero problema no es tanto el biologicismo en sí sino el reduccionismo. Entonces, efectivamente, hay una tendencia a pensar en términos reduccionistas en lugar de pensar en términos de complejidad, y esto vale por supuesto para la psiquiatría y para el psicoanálisis como para aquellos que estén en el campo de la investigación biológica o genética. El verdadero desafío actual es poder pensar en términos complejos, y lo psíquico en particular implica un nivel enorme de complejidad.
–¿Cómo juega en este contexto la industria farmacéutica?
–Hay una investigadora que compara a la industria farmacéutica con un gorila de 350 kilos, que hace lo que se le da la gana. Hoy la industria está determinando una visión reducida de la subjetividad, según la cual se supone que lo único que tiene que hacer alguien que tiene que lidiar con el sufrimiento es saber qué pastillas tomar.
–¿La industria está generando este proceso o se suma a una tendencia ya existente e intenta sacar ventaja de eso?
–Muchas veces las investigaciones científicas están muy determinados por ciertos intereses, por ciertos fondos que estimulan cierto tipo de estudios y desestimulan otros. Siempre se dice que cada vez que los estudios bajan el índice de colesterol deseable en un miligramo, esto equivale a mil millones de dólares de mayor venta de medicamentos contra el colesterol..
–¿Como influyen los laboratorios en las formas de entender la enfermedad por parte de los médicos?
–Uno de los debates pendientes es que los laboratorios prácticamente financian la educación médica. Y lo que los laboratorios intentan no es solamente que los médicos receten medicamentos sino que receten nuevos medicamentos y desacreditan los medicamentos que ya no pagan licencia. En la Argentina los laboratorios saben, a través de las farmacias, qué recetó cada médico, y los grandes recetadores qe reciben grandes obsequios de los laboratorios. Pero además están los formadores de opinión, que también reciben viáticos, viajes, invitaciones a congresos…
–¿Hoy la gente es menos tolerante al malestar?
–Sí, hay una idealización de la falta de conflictos, como si lo propio del ser humano no fuera procesar conflictos. Hay sufrimientos que son necesarios para la elaboración de los conflictos y hay sufrimientos excesivos. La medicación está indicada cuando el nivel de sufrimiento es tal que no le permite a esa persona procesar su conflicto de ninguna manera. Si una persona tiene una depresión severa, es inhumano no medicarlo. Pero si tiene una depresión llamada reactiva, relacionada con una pérdida laboral, con una separación, etc., medicarlo equivale a no dejar que recupere recursos para procesar ese sufrimiento. Así como se existe la cirugía plástica, hay una psiquiatría cosmética que supone que se podría resolver todo y ahorrar sufrimientos propios de la vida a través de la medicación. El antidepresivo, por ejemplo, no está indicado para un proceso de duelo, el antidepresivo está indicado en algunas depresiones, ni siquiera en todas las depresiones. Pero el antidepresivo es dado en algunas situaciones para no tener que dialogar con el paciente, porque dialogar con el paciente, para cualquier sistema de salud, es caro. Y exige un esfuerzo distinto por parte del profesional, pero también un esfuerzo distinto por parte del paciente,
–Más allá de los médicos y la industria, ¿hay también por parte de los pacientes una demanda de solución inmediata?
–Sí, para no asumir que hay ciertas situaciones que implican un procesamiento. Además, la medicación puede funcionar como un modo de solucionar, entre comillas, problemas que tienen que ver con lo social, con lo familiar. Si hoy viéramos lo que le puede pasar a un adolescente que no tiene un proyecto vital claro, que no consigue trabajo, y empieza a tener síntomas y simplemente se lo medica, esa medicación tiende a achatar la magnitud de ciertas problemáticas que requerirían otro tipo de planteamientos y otro tipo de soluciones. En este caso, soluciones sociales, políticas o económicas.

Revista Acción Nº 982, segunda quincena de julio de 2007

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