Dónde está el lector

Nunca se ha escrito ni se ha leído tanto como en nuestros días: mensajes de texto, e-mails, mensajería instantánea, blogs, comentarios en páginas de Internet, opiniones de los lectores en sitios de diarios y revistas. Si existiera la manera de medir el tiempo que pasan los seres humanos en contacto con la palabra escrita, sin dudas las cifras serían hoy las más altas de la historia, desde que la imprenta de Gutenberg cambió para siempre no sólo los modos de leer sino también de pensar y percibir el mundo.

Hay textos por todas partes: en papel pero también, o sobre todo, en pantallas, en las calles, en estaciones de trenes y de subtes, en taxis y colectivos, en teléfonos celulares, computadoras y toda clase de dispositivos electrónicos. En tiempos inundados de textos, crece, sin embargo, en el sentido común y también entre algunos especialistas e investigadores, la sensación de que la lectura es una práctica en retroceso. Los diagnósticos más pesimistas anuncian el avance de una nueva forma de barbarie que, con el mouse y el control remoto como armas y símbolos, estaría arrasando con la vieja cultura letrada.
A medida en que en todo el mundo descienden los índices de analfabetismo, se consolida, paradójicamente, el fenómeno del iletrismo, es decir, la incapacidad para comprender o producir un texto. «El iletrismo es el nuevo nombre de una realidad muy simple: la escolaridad básica universal no asegura la práctica cotidiana de la lectura», afirma la reconocida pedagoga argentina Emilia Ferreiro. Los docentes conocen de cerca esta realidad: a pesar de que la escolaridad obligatoria se alarga, los resultados en materia de lectura y escritura siguen siendo insatisfactorios. «Quienes hemos participado durante años de reuniones de cátedra, encuentros de pasillo entre docentes, estamos aburridos de escuchar y escucharnos los comentarios sobre los déficit de comprensión y de escritura de los jóvenes. Para empezar, la queja: los alumnos no estudian, no entienden lo que leen, escriben cualquier cosa, no tienen interés en el conocimiento, no saben por qué han elegido la carrera que eligieron», señalaba en su libro Pedagogía del aburrido la semióloga y pedagoga Cristina Corea.

El aburrimiento
Los chicos, se dice, ya no leen. El nuevo templo del saber no es la escuela, sino el locutorio. «Vienen todos los días -cuenta Alejandro Valentino, joven empleado de un ciber del barrio porteño de Almagro-. Son chicos del Normal 7 pero también de escuelas privadas, entran a páginas como Rincón del vago para bajarse trabajos para la facultad». Como lo sabe cualquier adolescente, Rincón del vago es uno de los sitios en español más visitados de la web: ofrece resúmenes, monografías y trabajos para alumnos primarios, secundarios y universitarios. «Visitan la página www.rincondelvago.com o www.monografias.com porque quieren bajarse trabajos de La Celestina, Platero y yo, de España en el siglo XVIII o del Che -cuenta por su parte María José Gutiérrez, una licenciada en Geografía e Historia que además trabaja en un locutorio, en el libro Pedagogía del aburrido-. Yo les digo que seguramente todos los chicos de su clase van a bajar ese mismo trabajo o a veces incluso que ya he impreso ese trabajo para otro chico del mismo colegio una hora antes. Pero no les importa, dicen que total el profesor no los lee». Corea confirma esta observación: «El aburrimiento, el desinterés, la sensación de quedar por fuera de un texto opaco, es doble: se da tanto en los chicos como en los docentes».
Hace tiempo que en todo el mundo vienen oyéndose voces de alarma, más o menos estridentes, por la presunta desaparición de la estirpe de los lectores apasionados, aquellos para quienes el libro es un objeto familiar e imprescindible. «Ya no quedan buenos lectores», se lamentaba en El País de Madrid el escritor estadounidense Philip Roth. «Calculemos que cada año se mueren unos 72 buenos lectores y son reemplazados por dos -decía el mismo autor en el diario La Nación-. Gente joven que lea seriamente ficción, y que luego piense, casi no existe. A muchos les encantaría, pero no tienen tiempo. La mayor parte es seducida por la pantalla más que por la hoja impresa».
Pero no todos los diagnósticos son tan pesimistas. Por ejemplo, la secretaría de Medios de Comunicación celebra el hecho de que «la sociedad argentina de principios de siglo muestre una tendencia a mantener el placer de leer libros». Según el último relevamiento realizado por este organismo, la lectura de libros creció el 19% entre 2004 y 2006, mientras el promedio de libros leídos en un año ascendió el 18% (de 3,9 a 4,6). En tanto, más de la mitad de los lectores (56,2%) dicen que han comprado al menos un libro en el transcurso del último año.
¿Qué leen los argentinos? Según esta investigación, la Biblia en primer lugar. También El código Da Vinci, El alquimista y Harry Potter. Dan Brown, Paulo Coelho y J. K. Rowling son sus autores favoritos y en la lista de los más leídos hay dos jorges (Bucay, en primer lugar, Lanata, en tercero) y brilla por su ausencia Borges, quizás el único que no debería haber faltado. Además de Bucay, entre los 20 autores más mencionados por los lectores hay otros tres argentinos: José Hernández, Ernesto Sabato y Lanata, quienes conviven en la lista, sin demasiado conflicto, con Sigmund Freud, J.R.R. Tolkien, Isabel Allende y William Shakespeare, Deepak Chopra y Horacio Quiroga. El ganador es, sin embargo, «No sabe/no contesta», opción elegida por el 42%. Que cerca de la mitad de las personas que dicen haber leído un libro en el último año no sean capaces de mencionar el nombre del autor o el título de la obra quizá sea la más relevante de las respuestas. Si se enlaza este dato con el sexto lugar que ocupa la lectura en el ranking de actividades realizadas dentro del hogar -después de ver televisión, escuchar música, escuchar radio, realizar tareas domésticas y cocinar- no parece haber tantos motivos para festejar.

Todo tiempo pasado
Las contradicciones continúan: en la Argentina y en el mundo, se editan y se venden más libros que nunca. La industria parece haberse recuperado de la crisis de 2001. Según el Centro de Estudios para la Producción del Ministerio de Economía, la actividad editorial creció en forma considerable en los últimos cinco años. La cantidad de ejemplares publicados se incrementó un 174%: de 32,9 millones en 2003 pasó a 90 millones en 2007.
Dice el editor Daniel Divinsky, de Ediciones De la Flor: «Se lee muchísimo más que hace 20 o 30 años porque no se lee solamente sobre papel, se lee todo el tiempo, empezando por la ínfima lectura del mensaje de texto en los celulares. En pantalla, la gente se la pasa leyendo, aunque no siempre cosas dignas de ser leídas. Con respecto a la industria editorial, es cierto que las tiradas son de menos ejemplares -de 3.000 a comienzos de los 70 hemos pasado a 1.000-, pero la cantidad de títulos se ha multiplicado y, al mismo tiempo, han surgido nuevas editoriales, de las cuales no se ha fundido ninguna». Para Divisky, «este fenómeno estaría desmintiendo la idea de que no se lee».
Pero, ¿que se vendan y editen más libros significa que se lee más? Según la escritora Sylvia Iparraguirre (ver recuadro), «hay dos fenómenos muy distintos, uno es la venta de libros y otro la lectura. Muchísimas personas van a la Feria del Libro. Pero, lectores lectores, deben ser un porcentaje muy chico. Por eso la cola más larga es la del stand de Fernet». Con ella coincide Osvaldo Ripoll, secretario de la Asociación Argentina de Editores de Revistas. «La Feria del Libro representa la lectura como show, como una gran representación cultural». Y para contrarrestar la euforia que suele despertar este tipo de acontecimientos, ofrece algunos datos: «El consumo per cápita de libros de un estudiante secundario en los Estados Unidos es de 12,8 y el de la Argentina no llega a 1,5 ¿Quién va a descubrir nuevas medicinas? ¿Quién va a llegar a la Luna?». Ripoll insiste en asociar la lectura con el progreso, una relación que recorre la historia del libro desde sus orígenes y en la que se basó también la prensa escrita para construirse un linaje y definir su función en la sociedad.Figuras tan disímiles como Lenin, Bartolomé Mitre y Perón confiaron en el poder de la palabra impresa para esclarecer a las masas. Claro que el mundo era distinto. Además de muchas certezas, se han ido perdiendo las condiciones prácticas que permitían una lectura pausada y reflexiva: el tiempo y el silencio necesarios para poner entre paréntesis la realidad y entregarse, sin otra motivación que el placer, a mundos de la ficción y el pensamiento.
Los responsables de los grandes medios gráficos lo saben y han encarado procesos de modernización que tienden a adaptarse a los tiempos de la lectura contemporánea. Textos breves, más imágenes, ideas simples, para no abrumar la atención de un lector modelado por la lógica del zapping. Para Corea, leer un libro «con la disposición subjetiva de un espectador de videos tiene como resultado un trastorno serio en las operaciones más elementales de la comprensión: imposibilidad de poner en cadena el conocimiento; imposibilidad de “retener” el sentido de lo que se lee».
La lectura se acerca cada vez más a la televisión, no sólo por su forma, sino también por su contenido. La mayoría de las revistas más vendidas en la Argentina tienen alguna relación con los medios audiovisuales. La que encabeza el ranking es Pronto semanal, con 111.000 ejemplares, seguida por Paparazzi, que apenas sobrepasa los 60.000. Son revistas que, más que leerse, se miran: el texto es tan sólo un accesorio al que nadie -ni quien escribe ni quien lee- parece prestarle demasiada atención.
Al mismo tiempo, cada vez son más las figuras de los medios audiovisuales que deciden convertirse en escritores y lo hacen, gracias a la magia del marketing, en menos tiempo del que les llevó llegar a ser famosos. En la lista figuran Araceli González, Valeria Mazza y su obra ¿Qué me pongo?, Ileana Calabró, Eduardo de la Puente, Gabriel Schultz, Sebastián Wainraich, Ari Paluch y Roberto Pettinato.

El tiempo perdido
En el mundo audiovisual no hay demasiado lugar para la lectura: se trata, según sus críticos, de un mundo chato, afiebrado, veloz, de baja tolerancia a lo complejo y lo abstracto. Para las grandes masas, pero también para las personas más informadas, la palabra impresa ya no es la principal referencia. «En 1960, dos personas cultas que van a cenar hablan de lo que han leído; hoy, esas mismas personas hablan de lo que han visto. Nuestras cenas fuera de casa tienen como tema de conversación los programas televisivos de la víspera», decía hace ya veinte años el sociólogo francés Regis Debray.
Pero a ese mundo que miraba el mundo por televisión llegó Internet, y, con Internet, nuevas tecnologías que permitieron el retorno de los textos a la vida cotidiana de millones de personas. La nueva situación y sus múltiples paradojas pusieron en crisis el esquema que oponía, por un lado, las virtudes de la cultura letrada y, por otro, los vicios de los medios audiovisuales. ¿Dónde colocar el gigantesco caudal de mensajes de texto que leen los jóvenes? ¿Cómo entender los mails, los blogs, los e-books, las millones de palabras electrónicas que se leen y escriben a diario en Internet? ¿En el casillero de las malas prácticas audiovisuales o en el de las buenas costumbres que encarna y estimula la lectura? Hay quienes no tienen dudas, como el presidente de la Academia Argentina de Letras, Pedro Luis Barcia, quien considera que las nuevas formas de lenguaje que introduce la red se contraponen a las habilidades lingüísticas clásicas y terminan debilitándolas. «El chateo estimula un idioma cada vez más limitado y amputado, que se basa en no más de 200 palabras y es de una pobreza enorme -dice Barcia-. El privilegiar la rapidez por encima de cualquier otro valor produce un uso degenerativo de la lengua y por esta vía un joven que el día de mañana tenga que optar por un trabajo probablemente no lo conseguirá porque no es capaz de escribir correctamente».
Pero el declive de los viejos modos de leer no necesariamente significa un retroceso. «¿En qué medida la cultura del libro, algo ignorado por sus panegiristas más acríticos, fue elitista, egocéntrica, pasiva y estuvo orientada a valorar un pasado irrecuperable?¿Hasta qué punto la velocidad y la multiperspectiva propias de la escritura electrónica no nos hacen ganar mucho más que lo que los críticos inmersos en el espacio de la escritura creen que estamos condenados a perder?», se pregunta el sociólogo Alejandro Piscitelli, quien más ha analizado en nuestro país el impacto cultural de las nuevas tecnologías.
Sobre la supuesta muerte del libro se han escrito decenas de buenos libros. Y de un modo u otro, los libros, quizás los únicos objetos perfectos inventados por el hombre, siguen encontrando sus lectores y sus múltiples, renovadas lecturas.


Acción 1015, primera quincena de diciembre de 2008

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