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Tribus urbanas

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Como personajes escapados de El extraño mundo de Jack u otra película de Tim Burton, con el gesto melancólico de Johnny Depp en El joven manos de tijer a, las ojeras destacadas con sombra gris y el largo flequillo como un velo que los protege del mundo y sus inclemencias, andan por la ciudad, cabizbajos, frágiles, algo andróginos. Se juntan frente al palacio Pizzurno, en la plaza que ellos llaman “la de la galería Bond Street”, en el barrio porteño de Recoleta, son muy jóvenes y se hacen llamar emos. Una abreviatura de emocional, surgida a fines de los 80 en Estados Unidos para aludir a un subgénero de la música hardcore. Los de ahora y los de acá son, dicen, chicos sensibles, no tristes sino sentimentales. Como las bandas a las que siguen con devoción –My chemical romance, Panic at the disco, entre otras-, que, aunque están muy lejos de los grupos pioneros del género, son hoy, con razón o sin ella, reconocidas como ejemplos paradigmáticos de la música emo.

Mediatizados

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Los medios no solo informan, también diseñan el mundo en el que vivimos. La lógica televisiva, su tendencia a banalizar el universo, se impone en la radio, en los diarios y en toda la sociedad. La eficaz ideología del mercado. ¿Qué ha cambiado más en las últimas cuatro décadas: el mundo o las maneras de mirarlo? La pregunta quizás encierre una trampa, porque en tiempos de hiperinformación, vidas mediáticas y televidentes compulsivos, no parece haber mucha diferencia entre una cosa y la otra. Para una gran mayoría de los habitantes de las grandes ciudades, no hay más mundo que el que registra la mirada, y no hay máquinas de mirar más poderosas y universales que los medios de comunicación. Hablar del modo en que los medios influyen en la sociedad se vuelve, así, casi una tautología, porque los medios, sin no son la sociedad, al menos representan y difunden, absorben y, en un perfecto proceso de retroalimentación, ponen en circulación, la versión de sociedad aceptada por las mayorías, l

El imperio de la lengua

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Desde hace algunos años y por diversos motivos, la lengua española –a la que convendría, según la opinión de muchos, seguir denominando castellana– es noticia. Su enorme riqueza, su valor económico, sus 400 millones de hablantes, su incesante crecimiento y su venturoso futuro son temas de frecuentes artículos periodísticos, y también de congresos que convocan a personalidades del mundo cultural y político –congresos financiados, invariablemente, por grandes empresas de capital español–, mientras nuevos eslóganes, logotipos y avisos publicitarios la promocionan como si se tratara de un producto más del mercado.  

Los amores difíciles

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Criticar la liviandad del amor contemporáneo es ya casi un lugar común de las conversaciones cotidianas, los análisis filosóficos y las historias de ficción. Debilitado el matrimonio tradicional, las relaciones actuales –menos rígidas y más equitativas, pero también más frágiles– privilegian, ante todo, la libertad individual. Aproximación al mundo de la intimidad en un tiempo de transición entre los viejos mandatos y los nuevos vínculos. Como el petróleo, como los mercados, como River, como las hipotecas y la economía global, el amor está en crisis. No hay encuestas que lo demuestren ni censos que lo atestigüen, pero se percibe en ciertas cifras –el aumento incesante de la cantidad de personas que viven solas, en nuestro país y en el mundo– y se adivina también en las charlas de café, en los relatos de los que aman o intentan amar y en la angustia casi eterna de los solos y solas que cuentan sus historias en programas radiales de trasnoche y en la proliferación de empresas dedicadas a

Enfermedades a medida

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Una pastilla para cada enfermedad y una enfermedad para cada persona: tal podría el lema del floreciente “mercado del malestar”, que amenaza con convertir a las sociedades más o menos desarrolladas en una especie de paraíso del hipocondríaco, donde cualquier estado o proceso –desde la calvicie hasta la ansiedad, pasando por el embarazo, la tristeza, la menopausia, la vejez o la baja estatura– es susceptible de ser tratado como un problema médico. Intereses económicos en juego en la invención de nuevas dolencias .     Woody Allen puede estar contento: las sociedades de principios del siglo XXI se encaminan, según numerosos indicios y opiniones, a una especie de paraíso del hipocondríaco, donde cualquier ser humano puede encontrar, en el extenso catálogo de patologías disponibles, el cuadro que se ajuste a su personalidad o a su síntomas. Día a día surgen nuevos nombres para enfermedades que antes no lo eran, y viejos dolores humanos se convierten en síndromes, déficits y trastor

La vida breve

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En la Argentina mueren jóvenes: más jóvenes que los que deberían morir, más de lo que indica el sentido común y las leyes de la vida. Periódicamente, alguna tragedia en la que pierden la vida adolescentes conmueve a la sociedad, y esa sensación difusa de vivir en un país que no cuida a sus hijos se encarna en rostros y nombres concretos. El incendio de Cromañón o de la discoteca Kheyvis, accidentes de tránsito como el que terminó con la vida de nueve estudiantes de la escuela Ecos, entre muchos otros, son solo la punta del iceberg de una realidad dolorosa y no del todo conocida. En efecto, las tasas de mortalidad juvenil por suicidios, accidentes y homicidios (lo que en términos estadísticos se denomina "muertes violentas") vienen aumentando históricamente, en una tendencia iniciada en los años 90 que, con algunos altibajos, parece mantenerse.

Patología de mercado

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Psicofármacos y niños, niños y psicofármacos, no son palabras que suenen bien juntas, y la conjunción hace algo de ruido en oídos acostumbrados a considerar a la infancia como un territorio luminoso, de tiempos lentos, libertades y juegos. Pero cambios en la cultura, en la educación y en las formas de entender y ejercer la medicina, además de intereses económicos, entre otros innumerables factores, están revirtiendo esta situación. Niños y psicofármacos, en efecto, aparecen cada vez más asociados en ciertos discursos científicos, en las voces de algunos padres, en artículos periodísticos y, sobre todo, en las agendas de marketing de los grandes laboratorios farmacéuticos.

Solos y mal alimentados

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 En la Argentina y en otros países pobres o empobrecidos, hace tiempo que los ricos dejaron de detentar el monopolio de la gordura. Si durante siglos la obesidad fue signo de opulencia, hoy la situación tiende a invertirse. Ricos flacos y gordos pobres, es, además del título de un libro de la antropóloga Patricia Aguirre, una de las consecuencias más llamativas de los cambios que están experimentando las culturas alimentarias. No es que la sociedad sea más justa, y que el reparto equitativo de los kilos sea consecuencia de un reparto más equitativo de la riqueza. Por el contrario, mientras los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, los primeros pueden acceder a patrones de consumo saludables y, si no llegan a adaptarse a los imperativos que impone el ideal del cuerpo sano y delgado, siempre está la opción de procesar en el gimnasio o eliminar en el quirófano lo que sobra.

Los hijos del mercado

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A los 18 meses son capaces de reconocer logos comerciales y a los dos años pueden pedir productos por su marca. A los tres, algunos ya deciden qué ropa ponerse y otros patalean en la puerta de Mc Donald’s reclamando su derecho a la cajita feliz. Apenas son capaces de mantenerse sentados (es decir, alrededor de los seis meses), son colocados en el “puesto de observación culturalmente definido: el carrito del supermercado” –según las palabras de un renombrado especialista en marketing–, y cuando aprenden a caminar, empiezan a sacar por sus propios medios los productos durante el paseo por el supermercado. De hecho, las góndolas se fueron adaptando a la mirada de los chicos: si hace diez años la altura preferida era de un metro y medio metros, hoy ha descendido a los 90 centímetros.